RELATOS DE UN ABUELO

RELATOS DE UN ABUELO
(HISTORIA / PARTE DE UNA VIDA)
FLORENTINO SANTOS BARBERO
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DEDICATORIA
A mí querido nieto Fran. Madrid, Marzo 1995
CAPÍTULO I
El relato que aquí comienzo, sucede aproximadamente hacia el año 1940 recién terminada la guerra, mal llamada civil, pues es bien seguro que ninguna guerra puede ser civil, sino todo lo con-trario. Ocurre el presente relato, en el lugar por el que corrían le-yendas, historias fantásticas, e inventadas realidades. Eran tiem-pos de mutilados por la guerra, unos por accidente, otros cuentan que adrede para darse de baja y no tener que permanecer en el frente. Dicen que la forma de cómo se producían esta auto muti-lación, consistía en ponerse el tradicional “chusco” de pan en el lugar que se pretendía efectuar la mutilación: manos, dedos, pies, rodillas...
Una vez situada la pieza de pan se disparaba el arma atravesán-dola, para de esta forma, no se infestara la herida, que naturalmen-te dolía igualmente. Así de ésta forma tan rudimentaria y cobarde, más de uno se había auto liberado a riesgo de perder la vida, por no ser nada fácil de calcular exactamente el alcance de tan deses-perada acción. Sin embargo a veces era preferible correr tal ries-go ante, la poca autoestima a la que llevaba permanecer en las trincheras, en las que el tedio y la tensión llegaba a ser más difícil de controlar que un balazo tan brutal y a la vez tan poco digno. En todo caso, nada era comparable a las fatigas, carencias., sufrimientos y todo tipo de miserias que abundaban en la clase no militarizada, es decir en la población de a pie, siempre deposita-
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ria de los desatinos de uno y otro bando en contienda. Eran los de siempre, los más débiles, los menos favorecidos quienes paga-ban las consecuencias de tales guerras y las secuelas más inconfe-sables. Se sucedían largas colas de famélicos rostros en las puertas de los Centros de Auxilio Social, esperando saber, si se tenía dere-cho a una ración de leche, queso, chocolate, azúcar, harina o cual-quier otro alimento inalcanzable a persona que no tuviera influen-cias, sin trabajo, sin dinero, sin nada...
El estraperlo estaba instalado de forma clandestina, aunque vergonzosamente permitido por las llamadas autoridades locales, públicas, somatenes y otras más o menos afiliadas al bando domi-nante. Siempre estaban quienes usando, abusando más bien, de su autoridad, se personaba en las colas, para poner “orden” e imponer su incierta autoridad, pistola en bandolera, aprovechando su con-dición para insinuarse a la señora de turno que estuviera de “buen ver” y mediante la concesión de sus favores, pasarla a los primeros puestos de la cola, algo que siempre era de agradecer pues, en casa esperaban varios hijos y abuelos, para ver que llevarse a la boca. En otros casos, la manipulación llegaba hasta extremos de procurarse una o varias cartillas de racionamiento, los famosos cupones que servían para, además de pagar cualquier cosa a “doblón” poder adquirir lo estrictamente necesario para el consumo de la familia. Así cada litro de aceite con borra, en el hondón del envase, cada kilo de azúcar morena, más bien negra, cada kilo de garbanzos, judías o cualquier otro tipo de legum-bres con “bichos” de todo tipo, tal vez una piedra que te hacía pol-vo un diente, eran motivo del uso de varios cupones, con lo que el día quince, la cartilla que estimaban las autoridades concesionarias debería durar todo el mes, llegaba a su término sin apenas darse cuenta.
Había también quienes apretándose todavía más el cinturón, vendía estas cartillas, las cambiaba en trueque por alguna prenda de punto cuya que su confección había costado horas de sueño a
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quien las ofrecía, otras veces se cambiaban por patatas, conejos, gallinas o productos de la huerta que con gran vigilancia, para no ser robados costaba sangre sacarles adelante, pues había de montarse una guardia pretoriana con turnos de relevo por todos los componentes de la familia, que pernoctaban en la casilla de la huerta para cuidar de las cosechas. Estas circunstancias daban lu-gar a quitarse el hambre como se podía, aguzando el ingenio para buscarse algo que llevarse a la boca aunque lo normal era recurrir al estraperlo, comercio clandestino no solo permiti-do por las autoridades sino en algunos casos colaborando con el negocio, permitiendo la venta a todas luces ilegal, de artículos que deberían ser distribuidos entre la población mediante estable-cimientos afines al tema. Pero eran tiempos difíciles y los “vivos” de turno hacían su particular Agosto.
En otros casos, existía la época llamada de “rebusca” que con-sistía en salir al campo y espulgar los árboles donde siempre que-daba alguna pieza, después de haber sido recolectados, o también entre los surcos de la siembra a la caza y captura de alguna pata-ta, nabo o cualquier cosa con tal de ir tirando. Otro sistema era ir al monte a la rebusca de castañas, hierbas comestibles, como los famosos “gamonitos” y de paso para no volverse a casa de vacío se apañaba una buena carga de leña, que se cam-biaba en la tahona por un apreciado pan blanco o un par de chus-cos de centeno, aparte de asegurarse un cliente para sucesivas oca-siones. Eran tantas las carencias y de tal índole, que en casi todas las casas, para poder comer pan reciente se procedía en la lumbre del suelo, que era habitual en casi la totalidad de las mis-mas, a cocer una masa de harina en un molde aprovechando el envase de una lata de sardinas donde se fabricaba ese pan nuestro de “no” todos los días, puesto que no siempre se lograba reunir todos los ingredientes, harina, levadura etc.
Con lo cual lo más lógico era reunirse con otra familia o veci-nos, lo que generalmente motivaba una tertulia, que servía princi-
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palmente para ahuyentar el hambre. Tiempos en los que cualquier cambio en la vida de una familia, por ejemplo que llamaran a filas a uno de sus componentes, o que se quedara sin trabajo, algo muy frecuente que sucedía cuando faltaba la “fuerza”, como se lla-maba al fluido eléctrico que andaba escaso, incomprensible-mente pues la guerra poco podía afectar al salto de agua que producía la corriente para el pueblo. En un momento determi-nado, sin previo aviso le decían a uno en su centro de trabajo: “Oye mañana no vengas a trabajar en tanto no se regularice el asunto de la fuerza” y se quedaba sin el único medio de subsistencia él y su, por lo general, prolífica familia. Además la situación no daba lugar a reclamación alguna porque los dueños alegaban “causa de fuerza mayor”.
En este cúmulo de dificultades, era normal ver al ama de casa echando horas en la de algún rico por la comida y por lo que ella, si se daba maña, pudiera conseguir para la suya. A veces eran prendas de vestir raídas y pasadas de moda, otras alimentos caducados o mal condimentados e incluso había quien se conformaba con las sobras o desperdicios de las comidas bajo el pretexto de que era para los lechones o las gallinas, cuando lo que ocurría en realidad es que una vez en casa, fuera del alcance de miradas ajenas, se escogía lo que se podía para el consumo y subsistencia de la familia y así se iba tirando, mal pero tirando. A estas precarias condiciones había que añadir el frío que “acari-ciaba” constantemente manos, cara y todo el cuerpo, a pesar de envolverse en ocasiones con varias prendas de abrigo y en los pies liarse orillos de mantas de las fábricas de paños que los fa-miliares que trabajaban en ellas distribuían entre los suyos. Ello propiciaba el cultivo de unos sabañones que martirizaban al per-sonal de forma inmisericorde.
Estabas sentado al amor de la lumbre, que era el lugar junto al cual por lo general se reunía la familia y por las rendijas de puer-tas y ventanas entraban unos cuchillos que se clavaban en los ri-
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ñones como dardos, así que todo ello unido al vacío del estómago daban definitivamente con los huesos del más pintado en la cama. Esa era otra, pues te metías en la cama y podías encontrarte, en el mejor de los casos, con toda suerte de artilugios que previamente se habían introducido en la misma para calentarla y no quedarse tieso: botellas con agua caliente, cantimploras de aluminio, por aquello de que expanden muy bien el calor, ladrillos o piedras envueltas en papel de periódicos previamente metidas entre las brasas de la lumbre... todo ello para evitar coger una pulmonía doble o el garrotillo, como vulgarmente se llamaba a una ronquera persistente y casi crónica que padecían todos en mayor o menor grado.
Las circunstancias sociales hacían que los cambios fueran len-tos y cualquiera que pretendiera cambiar de vida, solamente le quedaba una salida la emigración, algo por otra parte harto demos-trado que tampoco servía para solucionar nada como no fuera la propia situación de quien emigraba. Naturalmente si el que emi-graba era el cabeza de familia creaba un problema todavía mayor pues raro era el caso en que éste ganaba suficiente siquiera para su propio mantenimiento. Así que como es bien sabido “mal de muchos remedio de pobres”, se iba viviendo capeando el tem-poral esperando tiempos mejores, siendo testigos obligados de una esperanza que tardaba en llegar. Solamente se aliviaban, en cierto modo, estas penurias con la llegada del buen tiempo Mayo, Junio, el verano. Al menos ese frío que te atravesaba el alma des-aparecía.
El campo se vestía, los pájaros volvían a la torre primero y acto seguido poblaban los árboles, las gentes tenían otro talante, las mujeres iban de nuevo al río, a lavar los “enredos” decían, y de-cían bien, pues había que oír las conversaciones que mantenían mientras restregaban sobre una piedra las prendas que lleva-ban a lavar. Ponían en solfa asuntos al perecer bien guarda-dos de la fulanita y del fulanito: “Que si les han visto... camino de
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la estación, que dicen que... hasta bien entrada la noche...”Se podía contemplar una retahíla de mujeres con la tajuela al cuadril y la banasta de ropa en la cabeza, cada cual camino de su casa al final de la tarde en donde les aguardaban otro tipo de enredos.
Sin embargo como el tiempo climatológico cada día que pasaba era más caluroso, invitaba a tener las ventanas de las casas abier-tas para soportar el bochorno, de tal suerte que al pasar por la calle podían escucharse canciones interpretadas por el ama de casa parecidas o como la siguiente:“¿Cuándo querrá Dios del cielo, que todo venga barato?... P’a que esta barriga mía, no pase tan malos ratos...Y también esta otra: ¡Ay las carillas y las patatas, que se terminan y vienen habas...! Vienen las habas y los guisantes, y que la gente tire p’a lante...Tarareando estas y otras letrillas de parecida factura, trataban de espantar el hambre pues es bien sabido aquello de: “Quien canta el hambre espanta”. La mocedad del pueblo sentía la necesidad, cuando llegaban estas fechas, de relacionarse con otras personas de su entorno y tratar de crear su propia pareja.
Cualquier pretexto era válido: novenas, misas, paseos y sobre todo las invitaciones de boda que propiciaban estos encuentros. Estas, las bodas, eran tan celebradas que se comenzaba quince días antes de la fecha de la misma, lo que se llamaba la pedida, a su vez servía de despedida de solteros y se invitaba a todos los compañeros a un vino, dulces y viandas de todo tipo. Luego el día de la boda propiamente dicho, había desayuno, comida y cena.
Al día siguiente la llamada tornaboda, prácticamente igual en cuanto a comida que el día anterior. En definitiva de lo que se trataba, era sacar el cuerpo de mal año, a base de comer cuanto se podía. No en balde se dice que de la panza sale la danza de tal modo que se estaba estos días de bailoteo, cháchara y jolgorio. Quienes habían vuelto de la guerra y afortunadamente no habían sufrido mutilación alguna, cada día que pasaba iban afianzándose más en sus quehaceres, se les iba quitando el miedo a la vez que
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el hambre y la espada que pendía durante algún tiempo sobre ellos de poder ser llamados de nuevo, se iba diluyendo.
Como consecuencia la vida volvía a tomar de nuevo el pulso otrora perdido, todo comenzaba a ser como siempre, los lugares de trabajo se reabrían, las tiendas abastecían de lo imprescindible, en los campos sus labores se reanudaban si cabe con más interés que antes habida cuenta de la patente necesidad que se había padecido. Por tanto las tabernas, bares y demás lugares de encuentro reanudaban sus actividades.
Como ocurre siempre, la vida política en Ayuntamien-tos, Sindicatos, Guardia Civil y cualquier estamento dónde hubie-ra una gorra de plato, adquiría cada día que pasaba mayor cuota de autoridad y poder, por no hablar de las pequeñas y grandes ven-ganzas de quienes habían estado, tal vez sin pretenderlo, en uno u otro bando de la contienda. Las diferencias entre las izquierdas y las derechas, se acentuaban más cada día y constantemente se res-tregaban unos y otros: errores, culpas y todo tipo de argucias con el fin de soliviantar los ánimos del contrario, como si la dolorosa experiencia de los años de guerra no hubiera sido suficiente para encima escarbar permanentemente en las heridas.
A pesar de todo cada día se consolidaba más la estabilidad y aparte de los juicios sumarísimos contra personas de marcado signo político, contrario al de los vencedores adictos al régimen , se hacía más armónica la convivencia entre los vecinos y lo pasa-do, pasado... Siempre con sus excepciones, claro está. Las casas de la población pese a no haber sufrido , gracias a Dios, destrozos importantes no obstante por aquello de “A río revuelto...” sí ha-bían sufrido las iras de algún desaprensivo que nunca falta, que usando de su condición contraria al resto de los habitantes, había propiciado, cuando no obrado personalmente, el quemado y saqueo de iglesias.
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Otros, habían abandonado sus casas para enrolarse en las hordas marxistas actuando con refinada crueldad en contra de los bienes de sus antiguos amos, rompiendo todo lazo de unión con sus patronos y convecinos. No obstante, la mayoría convencidos de que la forma de salir adelante no podía ser otra que la unión de todos, se comenzó a trabajar codo con codo para tratar de componer el puzle desastroso que toda situación de enfrentamien-to deja como consecuencia primera.
De hecho volvían a verse las calles animadas, sobre todo a la hora de buscar empleo en las plazas del pueblo, donde los que buscaban mano de obra para las labores del campo, los talleres o las fábricas, sabían que encontrarían a los mejores obreros espe-rando.
Aparte de esto, los talleres se estaban uniendo en Coope-rativas, las fábricas, sobre todo las de tejidos, que durante la guerra no habían abandonado sus labores , más bien todo lo con-trario debido a la gran demanda de mantas y tela “kaki, ahora ne-cesitaban de todos los especialistas que se habían tenido que in-corporar al frente. Podían verse de nuevo en las fábricas las fumatas de sus grandes chimeneas, el batán funcionando, los tendederos de secado como un tapiz de colores con grandes mon-tones de lana y borra que se ofrecía a los agricultores para el abono de los campos a bajo precio.
Los bares y tabernas a la caída de la tarde se llenaban de hombres a la vuelta de sus trabajos, donde se suscitaban conver-saciones, se daba cuenta de la marcha de los negocios y se alarga-ba la tertulia hasta bien avanzada la noche. La construcción había comenzado la tarea de desescombro, calles, tejados, fachadas, de nuevo eran punto de atención por parte del Estado y el pueblo cambiaba adquiriendo una dimensión nueva y sobre todo un ritmo de vida cortado brutalmente por el conflicto armado.
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En los pequeños comercios de ropa, calzados, alimentación y enseres para el hogar daban facilidades a la clientela y amas de casa fiando las compras. En todas las tiendas existía un cuaderno de cuentas en el que se apuntaba una y otra vez todo cuanto se adquiría, a sabiendas de que la recuperación económica se pro-duciría en seguida.
No obstante las madres, con cierto descaro, enviaban a sus hijos a la compra y una vez realizada, venía aquello tan so-corrido de: “Dice mi madre que lo apunte, que ya vendrá ella a pagar el sábado...” lo que no se decía de qué sábado se trataba, pero la tendera de turno con tal de hacer caja se prestaba al juego, sin tener garantía alguna de que fuera a cobrar. Todavía los domingos por la tarde, el personal, sobre todo los más jóvenes, tenían por costumbre pasear por la Estación de Ferrocarril porque aún pasaban convoyes con militares, unos a sus desti-nos, otros a sus casas, los más de maniobras que daban ese pe-culiar aspecto de provisionalidad, que las cosas aún no estaban en su sitio.
Esto mismo también se apreciaba en la cárcel del pueblo don-de sin saber muy bien por qué razón, cada día había más presos de toda índole: Moros, paisanos, gitanos, gentes de todo lugar y con-dición. Eran días llenos de novedades, sucedían las noticias con rapidez, se formaban y estabilizaban los gobiernos militares y ci-viles, empezaban a funcionar las Oficinas Estatales: Correos, Ayuntamientos, Juzgados, Escuelas y la Iglesia. A pesar de todo y que paulatinamente iban encajando todas las piezas, la gente no se fiaban unos de otros, solamente en círculos y ámbitos muy reducidos como en talleres o tertulias de amigos y de familia se atrevían a sacar conversaciones de asuntos relacionados con la Política, había como un pacto de silencio para no hablar de la vergüenza que había supuesto el hecho de llegar al enfrentamien-to a veces entre hermanos y desde luego entre paisanos y españo-les. Pasó el primer verano de posguerra, las cosechas no fueron
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buenas del todo, la paz sin embargo se hacía realidad en casi to-das las esferas de la vida social y en las familias.
No obstante las heridas abiertas tardaban en cicatrizar y las venganzas se sucedían encontrando los métodos más refinados.
Todo aquel que necesitaba pedir un favor, debía pensarlo dos veces, previamente tenía que saber y reflexionar si había algún asunto pendiente de índole política con la persona de quien pretendiera el favor. Había por el contrario, quien estaba dispuesto a realizar cualquier favor, a cambio del olvido y perdón de alguna fechoría que le había puesto en entredicho y de esta manera ir borrando la memoria del pasado...
El primer año, después de la guerra, las fiestas patronales de Septiembre funcionaron como nunca hasta entonces lo habían hecho. El Ayuntamiento aportó una fabulosa colección de fue-gos artificiales, el baile y las charangas por las calles junto al adornamiento de guirnaldas, farolillos y colgaduras de todo tipo, daban un aire festivo pocas veces visto en el pueblo. Las novilla-das y charlotadas en la vieja y destartalada plaza de toros, hecha de maderas y escobas, los chozos con sus peculiares olores a fri-tanga, peces, bacalao, patatas escabechadas, chanfaina y ponche... Todo daba ánimo para ir olvidando los desastres pasados e ir to-mando conciencia de lo efímero del tiempo.
Grandes y pequeños se entregaban unos días al jolgorio y excesos en la comida y bebida, como queriendo sacarse la espina, resarcirse del pasado, temiendo volviera a ocurrir otro desenlace fatal en cualquier momento. En este sentido, el “Parte” como se denominaban a las noticias de la radio, no eran precisamente tranquilizadoras. Se decía que aún quedaban pequeños grupos de insurrectos que en sus últimos estertores, no estaban por la la-bor del Gobierno y se referían a éste, como que había llegado al poder mediante un golpe de Estado. Merced a estas circunstancias se exiliaban las mentes más preclaras, más lúcidas, los hombres de
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mayor reconocido prestigio y ello minaba los entresijos del Estado y daba una sensación de precariedad permanente, temiéndose siempre se reavivaran las cenizas todavía candentes de la guerra. Llegó el mal tiempo climatológicamente hablando, aunque quien más y quien menos había acondicionado lo mejor posible su vivienda.
Cuando empezaron las nieves y la niebla cubrió la sierra, un ai-re helado volvió a calar en los cuerpos, en las casas de nuevo las ropas de invierno, las lumbres y las estufas en la escuela de los niños volvieron a estar a la orden del día. Algunos hombres toda-vía en paro, sobre todo los que dependían de las faenas del campo, con el temporal de lluvias y nieves, apenas podían aportar nada a la economía familiar, más bien al contrario, pues para no estar todo el día en casa “como un cocinilla” decían, se iban a la taberna donde formaban una “corrobla” y apenas se daban cuenta de la hora en que debían volver a sus casas, eso sí bien templados una vez trasegada una buena parte de la pitarra, total para lo que les aguardaba...Otros en cambio con las ideas precon-cebidas de “trepar” en el orden social, se personaban apenas ter-minado el trabajo de comercio o de oficina, lo que se llamaba una buena colocación, en el lugar más politizado del pueblo: El Ca-sino, donde además de ilustrarse leyendo la prensa que llegaba todos los días, se tomaba el café en mesa con tapete verde para acto seguido entretener la tarde jugando la partida de cartas, lo que daba lugar al nacimiento de una clase privilegiada respecto al resto de trabajadores que tantos disgustos traería consigo.
Había otra clase de hombres entrados ya en años, que su pasatiempo favorito era ir a tomar el sol, acomodándose al resguardo de unos canchales, fumando de la petaca que libremente ofrecía cualquiera de los que acostumbraban a juntarse en el lugar, contando y dando pábulo a innu-merables leyendas, corregidas y aumentadas que a fuerza de repe-tirlas, corrían de boca en boca, convirtiéndose en sueños imposi-
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bles, dando rienda suelta a la fantasía más desbordante, creando mágicos viajes, batallas en las que jamás habían participado, alar-deando de haber servido a grandes Jefes y Generales famosos, que tal vez en alguna ocasión estuvieron a kilómetros de distancia y que ellos, merced a su imaginación, traían con facilidad inusitada hasta su propio Cuartel, a su Regimiento y en algún caso a tal o cual batalla o ciudad.
Ese era el caso de un notable tendero, perteneciente al somatén del pueblo después de la guerra, que presumía en cualquier mo-mento que la ocasión se lo permitía sin que viniera a cuento, de haber estado en el frente de Teruel, nada menos que a las órdenes del General Franco. Los amigos que tomaban a mofa el asunto, le hacían repetir mil veces aquella ocasión en la que Franco visitaba la Capital de la provincia y todos los miembros de la llamada Vie-ja Guardia y simpatizantes acudieron en masa, con gran oropel, carteles, banderas y pancartas para presentarle honores al Caudillo. Cuentan, que este buen hombre, emocionado, movido por sus sen-timientos de patriotismo rancio, al borde de las lágrimas gritaba entusiasmado, pensando que Franco le oiría: “Mi General, desde el Ebro no te veo”... Lo cual dio lugar a una guasa y cachondeo de por vida, cada vez que salía el tema a colación.
Casi a diario, sobre todo los domingos y con absoluta seguridad en las fiestas señalas del pueblo, había un individuo, vieja gloria de la guerra, a quien las secuelas le habían llevado a un estado de semiinconsciencia, motivado también por su afición al vino, siempre dando tumbos de taberna en taberna y a quien los niños, con su refinada crueldad andaban en pandillas tras él, pro-vocándole y exigiéndole que cantara, pues su voz aguarden-tosa de barítono venido a menos sonaba como salida de ultratum-ba. El hombre sin embargo, en estado sereno, era una gran artista en el asunto de la ebanistería, profesión a la que se dedicaba y que estaba realmente muy extendida entre la población, que contaba
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con varias fábricas de prestigio e innumerables talleres de tipo familiar.
Los sábados las diferentes barberías se llenaban de clientes, ca-da uno tenía predilección por una determinada que marcaba la distinción social en función primero, de la ubicación y después porque allí se podía encontrar a fulanito de tal o a don mengano de cual. Lugar, sin duda, en el que se conocían los entresijos y las vidas y milagros de todo ser viviente, por muy privadas que estas fueran.
Se decía, muy acertadamente, que los mejores trajes se corta-ban en ciertas barberías, donde a pesar de ser solamente para hombres, se traían y llevaban chismes de todo tipo. Se levantaban bulos, se arrastraba la fama de quien le cupiera este especial ho-nor en ese momento. Pobre de la mujer que fuera, por decirlo de alguna manera, un tanto despreocupada en sus relaciones, era de inmediato: Juzgada, sentenciada y ejecutada verbalmente y claro la fama perdida era difícilmente recuperada...El cine era otro de los alicientes e inventos de moda. Las gentes, sobre todo en in-vierno, acudían en masa especialmente los domingos, hasta el punto de recurrir la empresa y crear el asunto de los abonos, ello evitaba tener que guardar cola para sacar las entradas dadas la masiva afluencia de público que asistía a las funciones de cine. Todo quien tenía poder adquisitivo, sacaba el abono mensual, que le daba derecho en principio a las sesiones dominicales, que eran las que más público generaban y en las que realmente existía superior demanda que oferta.
A pesar de todo, siempre quedaba el recurso de presenciar estas sesiones durante la semana, a veces en programas dobles y también en la modalidad de sesión fémina, es decir que una pareja podía pasar con sólo una entrada, lo de menos era si esta pareja estaba compuesta por un miembro de cada sexo, que era para lo que en principio se inventó este sistema, los porteros advertidos por el empresario hacían la vista gorda y no ponían
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reparo en la composición de género de las parejas. Durante la pro-yección de la película, había todo tipo de incidentes, con el consi-guiente alboroto, cuando se cortaba la película, cosa por otro lado muy frecuente, se armaba una tangana, que era casi más interesan-te asistir a ésta que a la propia película.
Durante la proyección se consumían todo tipo de alimentos: pi-pas, cacahuetes, palomitas, bocadillos y toda suerte de alimentos que se pusieran a tiro. En alguna fiesta señalada, como por ejemplo San Antón o Todos Los Santos, ésta última en la que se celebraba la famosa moragá, consistía en estar todo el día en el campo, asar castañas, tomar una buena merienda regada con vino de pitarra a todo “pasto” para entrada la tarde-noche terminar la fiesta en el cine y comportarse como auténticos animales de bello-tas. Presentaba un auténtico riesgo coincidir en la sala de cine con semejante piara. Era normal que en medio de la sesión sonara un potente pedo con el consiguiente jolgorio del personal, sobre todo en gallinero donde este tipo de bromas eran aplaudidas sin dila-ción, dejando al margen el contenido de la cinta, por muy intere-sante que fuera.
En ocasiones, los espectadores situados en las “peligrosas” filas de butacas que coincidían con el anfiteatro de gallinero, de ahí el éxito de los abonos para huir de cualquier peripecia, eran bañados literalmente con una vomitona de alguien que sin darse cuenta con el calor de la calefacción, los flujos y reflujos del vino trasegado en combinación con los calbotes, propiciaba un escándalo de tal calibre, que hacía imposible continuar con la proyección teniendo que intervenir los acomodares y dar satisfacción a las personas afectadas asegurándoles que los culpables serían expul-sados de inmediato.
Ello hacía, que los señalados por esta expulsión, crecidos en su ego jaleados por sus amigotes, escalaran a través de las venta-nas de la fachada principal del local haciéndose presente nue-vamente en gallinero, gracias a las facilidades que ofrecían los
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grandes ventanales en forma de ojo de buey situados sobre una repisa en la que se colocaban los carteles de publicidad de las pe-lículas en exhibición.
De nuevo en el patio de gallinero los provocadores de la gres-ca, asumiendo el riesgo que sus compañeros habían superado al escalar las ventanas con el agravante de la borrachera aún patente, les recibían con aplausos, vítores y todo tipo de alborozos, recono-ciendo haber burlado a quienes por el hecho de imponer orden les consideraban y tachaban de pelotas y chivatos, es decir a los acomodadores, que por lo general eran guardias municipales con-tratados por la empresa y que gozaban de una manía perse-cutoria que era correspondida de igual manera por el personal. Era notorio que estos empleados acostumbrados a dominar la si-tuación en la calle, daban signos evidentes de autoritarismo debido a su condición ambivalente y que utilizaban en la primera oca-sión que se les presentara, dentro o fuera del local, hacia aquellos gamberros que caían en sus manos
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CAPÍTULO II
Una tarde de tantas, en un solar junto al río, tras unas ruinas de lo que quedaba de una fábrica de paños totalmente aban-donada a su suerte, un grupo de vejetes, como era costumbre para ellos, pasaban el rato tomando el sol y contando batallitas unos a otros.
Algunos dormitaban, otros con la vista perdida allá en el hori-zonte de la sierra añoraban sus andanzas de jóvenes, días de caza, libertad para ir y venir a su antojo, sin reumas, sin ayuda de cayados, sin tan siquiera fatigarse dominando cualquier situación, no como ahora, achacosos, acabados tosiendo hasta el ahogo en cuanto fumaban un cigarrillo, a pesar que el tabaco es de hebra y con filtros, no los de antes que era sabe Dios de qué y había que elaborarlo para obtener picadura durante el año y luego liarlo y no como ahora que ya viene hecho y nada más hay que encenderlo..
.Estas eran las divagaciones de unos y otros y poco más daba de sí la conversación, como no fueran las que cogía el Sr. Gui-llermo, que ese sí que era un buen orador y cuando se ponía a contar cosas era el único que mantenía prendida la atención de los presentes y al que no podían contradecir, pues amenazaba callar-se y como contaba hechos de la guerra de Cuba que a todos in-teresaba, le consentían este dominio de la situación. Guillermo mantenía con orgullo poder presumir ser de los pocos del lugar que habían cruzado el charco, él y otro del pueblo eran los privi-legiados, siempre que la ocasión le era propicia lo sacaba a relucir. ¡Lástima! que ahora, se encontrara en situación tan precaria de
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medios, seguramente decía, se lo debía a la cosa de la Política y aclaraba que licenciado, viviendo en el pueblo después de haber pasado lo que no hay en los escritos, llegó una orden del Ministe-rio de Guerra, mediante la cual se le reconocían los méritos ad-quiridos en la campaña de Cuba y se le premiaba por ello con una paga vitalicia.
Pero ocurrió que el compañero suyo, tenía un familiar en el Ayuntamiento, se trajinó al que llevaba la cosa de los papeles y la asignación le fue adjudicada a su quinto, al menos esta era la ver-sión de Guillermo y de ahí no había quien le apeara y mientras él pasaba por grandes penurias dado que tenía familia numerosa. En cambio el compañero suyo vivía a cuerpo de rey, nunca mejor dicho por que junto con la paga le habían adjudicado un ascenso y pasó de ser un simple soldado raso nada más y nada menos que a Sargento. Había que verle, contaba con amargura Guillermo, en las fiestas del pueblo y en solemnidades por el estilo, vestirse con el uniforme, con las barras y condecoraciones que más bien pare-cía un General y que a él le quemaba la sangre, sabiendo a cien-cia cierta del agravio que la situación suponía hacia su persona. En una ocasión invitaron a su compañero, nada menos que a pre-sidir una novillada que se celebraba con motivo de las fiestas del Cristo y mientras Guillermo si quería ver los toros tenía que subirse a un castaño, aunque eran otros tiempos y eso para él era pan comido.
Pero lo que más le jodía, era luego en el baile de la plaza ver a las muchachas como abobadas al rededor del militar, que aunque no era de mucha talla daba la impresión de crecer, lo que achacaba Guillermo a la gorra de plato. Lo cierto es que no paraba de bailar con unas y otras y tuvo que decidirse y declararse a una morena de grandes ojos, como almendras y negros como aceitunas, no fuera a ser que le entrara también la tontuna de bailar con el militar y se armaría la marimorena pues solo faltaba, que
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para postre le pisara a la hembra que él tenía echado el ojo desde niños.
Diego, otro vejete contaba otra historieta relacionada con la ca-za, aquí era dónde más fantasía se desataba, situaciones jocosas, inventadas, aumentadas, soñadas tal vez tanto que de puro deseo pasaban a formar parte de las inventadas realidades, lo cual daba pie para que otro amiguete hilvanara otro sucedido lleno de anéc-dotas siempre añorando tiempos pasados, ¡Tan distintos a los de ahora! ...
Avanzaban los días y con ellos las estaciones del año, ya no era posible salir a los "Parrales" que así se llamaba el lugar donde se producían las reuniones, había que estarse en casa al calor de la lumbre y enterarse cuándo doblaban las, campanas de la muerte de algún compañero, que había abandonado para siempre aquella perra vida, como decía Guillermo. En los días grises, las tabernas se llenaban de hombres que debido al mal tiempo no podían ir a las labores del campo, tan siquiera al monte para buscar una carga de leña.
Como consecuencia de ello se producía el encuentro con otros compañeros, en la misma situación e intercambiaban opiniones acerca de la economía, etc. . Se sucedían los días sin dar ni palo, sin que nadie les contratara y se pasaban al menos dos meses sin que entrara un sólo jornal en casa, unos y otros se consolaban esperando tiempos mejores. En una de esas tertulias, sentados alrededor de una mesa, junto a unas grandes cubas quizás se-millenas de vino de pitarra como el de las jarras que se estaban tomando, pasaban horas y horas ante unos vasos testigos de la historia o leyenda, tanto da, que un buen hombre llamado Lorenzo con su verbo fácil, mantenía prendida la atención, no solamente de sus compañeros si no también la mía, que por azar del destino escuché y demostrando indiferencia fui recopi-lando poco a poco, detalle a detalle.
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Este verano, volví a la taberna tratando de contactar con este buen señor para tratar de completar el relato, me fue difícil dar con él, pero al fin en la Taberna Judía., pude encontrarle, en un rincón, callado frente a un botellín de cerveza, fumando tranquilamente.
Sin recato alguno me acerqué a él y le dije: ¡Hola!, ¿Cómo va la vida? ... Tirando me dijo ¿Y Ud....? Yo dije me tuteara, le di explicaciones para al propio tiempo tomara confianza conmigo, le hablé de mi familia y quien era yo mismo y en efecto conocía a mis padres a mis abuelos, etc. Fue una suerte para mí, que no se mosqueara, pues mis propósitos eran sacarle el resto del relato que comencé escribir el día que escuché sin pretenderlo, lo que a mi entender podía tratarse de una buen relato. Mandé nos sir-vieran una consumición, no me anduve con rodeos y fui directa-mente al grano.
Le expliqué los motivos por el que me había dirigido a él y no le desagradó la idea de colaborar conmigo para completar los da-tos que me faltaban acerca del asunto. Entonces acordamos ver-nos, cuando a él le viniera mejor, que al parecer era por las ma-ñanas y poco a poco recogiendo y recopilando datos, situaciones, fechas y acontecimientos y fui enjaretando la el RELATO que pretendo narrar sin que ello suponga que tanto las personas, lugares y hechos, tengan rigor histórico alguno.
La historia se remonta, como tantas otras, a los años de guerra y posguerra, entre mil novecientos treinta y cuatro y mil novecien-tos sesenta, aproximadamente.
Ocurrió, que estando Lorenzo en la mili, poco antes de que es-tallara la guerra, entró al servicio de un oficial de artillería, con el cual el tiempo hizo que llegara a tener más que la confianza que da el ser un asistente, pasando a, ser un amigo.
Una vez desencadenado el conflicto armado, fue destinado con su Batallón y por tanto con sus oficiales al frente de Teruel,
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allí prestó sus servicios a su Oficial en Intendencia, con lo cual pese la dramatismo que toda situación de guerra conlleva, a él particularmente no le fue mal de todo, sobre todo al principio, porque al poco tiempo tuvo que pasar al Frente, a las trincheras y todo cambió tan drásticamente que la vida no valía ni una perra gorda. Se, sucedían los días, largos, y tediosos, ora en la sala de guardia jugándose hasta las pestañas a las cartas, ora en las trin-cheras pasando las de Caín y viendo cómo desgraciadamente no se arreglaba y no hacían más que empeorar las cosas produciéndose bajas en uno y otro bando. Las fuerzas, avanzaban tan pronto co-mo retrocedían constantemente, andaban pendularmente de un lado para otro sin conseguir ningún objetivo posible.
Las tropas se desanimaban viendo que su esfuerzo valía de poco, tantas guardias, tantas horas de marchas, tan poca comida, tanto frío y tanto malo de todo, para nada...Ello propició que llegara a tener auténtica amistad con su oficial, la camarade-ría era lo único que suplía la carencia de afectos en aquella sórdida situación.
Llegado el momento en que aquello no tenía visos de terminar , se estrecharon más los lazos de Lorenzo y su Oficial y en una de esas conversaciones banales, tal vez por romper la mo-notonía de los días y tener algún aliciente que alegrara sus vidas, éste le espetó lo siguiente : " ¡Oye¡, ¿tú no conoces, en tu pueblo, alguna moza soltera pero que sea rica?... a lo cual Lorenzo un tanto desconcertado le contestó que él pertenecía a la clase más humilde del pueblo y que ¿cómo iba a conocer a gente de otra clase que no fuera la suya,? Claro que había gente rica y muy rica, claro que había una solterona de unos treinta años más rica que vieja, que ya es decir, exclamaba Lorenzo con su habitual gra-cejo...¡Esa, esa, es la que me interesa para mis propósitos contestó el Capitán, me sirve, decía ¡...
Como no parecía quedarse muy satisfecho Lorenzo con esta contestación, el Capitán Campos, que así se llamaba el oficial
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añadió: Mira, yo lo que quiero es escribir a esa señorita contán-dole las penas que aquí estamos pasando, entablar con ella una relación de amistad a través de las cartas y pedirle que sea mi ma-drina de guerra , que eso a las tías les vuelve locas y luego si la cosa se pone a tiro pues poco a poco la voy dando esperanzas de que cuando esto acabe, solo Dios sabe cuándo entablar una rela-ción formal con ella y a lo mejor hasta llevarla a buen término.
De tal manera, continuaba diciendo, que. si se dan en ella las condiciones que me has enumerado, miel sobre hojuelas. Días después de haber pasado por mil peripecias, marchas y más mar-chas, trincheras, avances y retrocesos, cuando apenas recordaban aquella primera conversación, llegó una carta a nombre de Loren-zo, en la que además venía un sobre que decía: “Para entregar al Capitán Campos”. La carta la mandaba su novia a Lorenzo, como tantas veces, aunque en esta ocasión le comentaba que la “Seño-rita” como se la conocía a Antoñita, dueña de una, de las mejo-res haciendas del pueblo, le había llamado para contarle que había recibido por parte del Oficial de Lorenzo una carta en la que le ponía en antecedentes, de las calamidades que estaban su-friendo, algo por otra parte que ella ignoraba, pues para nada le había contado Lorenzo algo relacionado en ese sentido.
Antoñita le había anunciado a Josefina, su deseo de colaborar en lo posible con la causa y no sabiendo muy bien como dirigirse al Capitán había recurrido a ella en la seguridad que como mante-nía una correspondencia casi diaria con su novio Lorenzo, le haría llegar su carta al Capitán.
Además en la carta Josefina, le pedía explicaciones a Loren-zo, no solamente del asunto de la carta de su Jefe, sino también acerca de su estado , que al parecer no era tan bueno como a ella le contaba en las cartas. Lorenzo un tanto preocupado por estas noti-cias se presentó a su Capitán diciendo: A sus órdenes, aquí le trai-go una carta que ha llegado a través de mi novia para mi Capitán. Campos, que apenas recordaba el asunto, pues habían pasado casi
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tres meses se quedó un tanto perplejo, aunque enseguida añadió: ¡Ah sí, debe ser de mi madrina de guerra, que me ha contestado! ... La carta, que inmediatamente abrió Campos, decía así:
“Querido amigo: Me perdonará que le trate como amigo, sin apenas conocernos y pese a su condición militar. Yo no en-tiendo de tratamientos ni de grados o rangos militares, como tampoco el porqué de esta guerra que está acabando con lo mejor de nuestros hombres. Ud. se ha dirigido a mi persona, ha to-cado mi corazón contándome cuánto están pasando en el frente, que además hay que añadir la adversidad del clima.
Yo rezo todos los días para que este conflicto llegue cuanto an-tes a su fin...En tanto, Ud. me dirá: ¿cómo?, ¿en qué?, ¿de qué forma? Puedo serle útil, pues estando a distancia, como no sea por carta como en esta ocasión, no veo la manera de poder ayu-darle.
Ahí le envío algo de dinero para que Ud. pueda tomarse algo en mi nombre. Espero poder seguir sirviéndole en la medida que Ud. demande mi ayuda.Con cariño: Antoñita.
El Capitán no daba crédito a lo que estaba leyendo, poco le fal-tó para dar un abrazo a Lorenzo, si no hubiera mediado la diferen-cia de rango y el cachondeo que se hubiera montado entre los compañeros, que al verle tan contento comenzaban a amontonarse junto a él.
Unos reían las ocurrencias del Capitán, otros, hacían comenta-rios jocosos al ver la cara tan dura de Campos, mientras éste exhi-bía un billete aireándolo e invitando a todos a la cantina para cele-brar semejante acontecimiento.
Lorenzo, el pobre hombre, no salía de su asombro ¡Hay que ver lo que conseguía un tío con labia y cara como el Capitán ¡... con sólo una carta, había conseguido meter en el bote a una tía tan
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rica como aquella, porque tal y como se explicaba su Jefe, la cosa tenía carrete para rato.
Claro que tal vez cuando el Capitán la viera, como era mayor que él, a lo mejor dejaba de interesarse por ella. Además con los asuntos de guerra, seguramente, hasta hubiera adelgazado, pues las hambrunas eran generalmente en todos los lugares, aunque tam-bién había que tener en cuenta que la señorita vivía en una finca donde había de todo, siembras, frutas, vides, ganados, de todo...
Uno de los mejores empleos en el pueblo, era entrar al servicio de la casa de "Los álamos", nombre por el que se conocía la finca en el pueblo, pues dada su extensión había caballos, vacas y ganados de todo tipo. Hasta un río atravesaba por la finca, donde abrevaba el ganado y tenía un gran paseo de álamos de donde le venía su nombre.
En cuanto a la dueña, la señorita, poco se sabía dado el poco trato que mantenía con las gentes del, pueblo, aparte de que la finca en cuestión caía más bien lejos de la población y era la ra-zón mayor por la que el contacto era poco. A veces se la veía, sobre todo los domingos, cuando subía a misa y se juntaba con otra, menos rica que ella, pero también de gente pudiente.
Vestía con elegancia y distinción, siempre llevaba guantes fuera invierno o verano, iba acicalada con joyas y perifollos, olía muy bien cuando se pasaba al lado de ella, pero en el pueblo para-ba lo imprescindible para hacer compras y cada vez que entraba en un establecimiento, por respeto o por lo que fuese se le aten-día a ella antes que a los demás, sin por ello protestara, absoluta-mente nadie.
Además la dependienta que la atendía sabía que pagaba siempre todo, sin el menor comentario.
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Calzaba casi siempre botas de montar y en su finca había dis-puestos vehículos de todo terreno para desplazarse de compras o arreglar distintos asuntos en el pueblo. Por ser una persona ape-nas accesible a la gente del pueblo, no gozaba de muchas simpa-tías, sobre todo entre las mujeres, que se morían de envidia cuan-do veían lo bien que vestía pues siempre estaba a la última moda de la capital y para nada se parecían sus atuendos cualquier moza del pueblo.
Por las fiestas del pueblo, subía con un caballo banco pre-cioso, vestida con traje de pantalón, chaquetilla corta., zahones, botos camperos y sombrero cordobés, dibujando una figura de amazona de películas.
Pero Lorenzo, no quería ni pensar en esas cosas, que eran como de guasa por parte de su Capitán, un tanto golfo y al que siem-pre le iba la "marcha". Él lo que quería era que se acabara aquel mal rollo de la guerra, volver a su tierra, a sus gentes. a su traba-jo, que para eso era aserrador en una fábrica de maderas y casarse con su novia, que era la mujer más guapa del mundo, delgada, alta, con unos ojos que le bailaban en la cara redonda, el pelo lar-go y moreno, la mirada serena de las que dan confianza. y sacaba la foto y la besaba... ¡Qué lejos quedaba la última vez que estuvieron juntos! ...
Casi un año para los toros y sentía, un escozor en los ojos, pero las guardias se le pasaban volando entregado a estos pensamien-tos...
A veces recordando días de juerga y jarana, de merendolas como en las Pascuas, sentía una gran rabia, como cuando leía las cartas y una gran impotencia ante lo que le contaba Josefina, de lo estaban pasando, lo dura que era para ella la espera, las difi-cultades del día a día con las carencias y el hambre y el frío y el miedo y todo eso que él también estaba sufriendo en propia car-ne...
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No obstante, Lorenzo trataba de encontrar el lado positivo de las cosas, y dentro de las circunstancias en que le había tocado vivir, andaba siempre pendiente, como el resto de sus compañeros, de las noticias que corrían en el frente acerca de la marcha de la guerra.
Al parecer se rumoreaba que no tardaría mucho tiempo en aca-barse. Con la esperanza y el ánimo que daba el escuchar noticias cada vez más firmes que el conflicto estaba entrando en buen ca-mino para que se terminara, pasaban los días, llegó el buen tiem-po, y con él, el verano.
A las vicisitudes de siempre, había que añadir las nuevas que se producían como consecuencia del calor: los tábanos., el sudor, el sofoco, la mínima higiene, la carencia de agua. etc...
Todo contribuía a que el castigo fuera aún mayor y tanto daba que fuera verano, como otra estación del año cualquiera. Mientras todo esto sucedía, el capitán había contestado a Antoñita en los siguientes términos:
“Mi querida Antoñita, mi querida madrina de guerra.
No sabe Ud. lo feliz que me ha hecho con su cariñosa carta. Además de su espléndido regalo, el cual he apreciado en su justa medida, es decir, en mucho.
Pues aquí en el frente abandonados a nuestra suerte, que al-guien como Ud. se haya dignado acordarse de un servidor, es algo por lo que no puedo sentir más que agradecimiento y una distinción muy especial por parte de un corazón tan noble como el suyo.
Quisiera decirle Antoñita, que me gustaría que nuestra co-rrespondencia continuara, no se sienta Ud. obligada a mandar-
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me nada, yo con sus calurosas palabras, me doy por satisfecho y es lo único que pretendo.
Más adelante, cuándo las cosas se vayan estabilizando y con-tinúen mejorando, como apuntan noticias, abrigo la esperanza de poder visitarla personalmente, por el momento le envío una foto-grafía, de antes de mi ascenso, es decir de teniente y también un poco más joven que ahora y más grueso, pues debido a las penu-rias por las que estamos pasando no parecemos ahora ni sombras de lo que fuimos.
Aquí todo sigue igual es decir mal, nos consuela saber, que si hemos aguantado el invierno, seremos igualmente capaces de pasar el verano. Además ahora siento más ganas de tirar para adelante sabiendo que Ud. se preocupa por m persona. ¡Ojalá! Ud. me tenga tan presente, al menos como yo a Vd. Reciba un cordial saludo de quien siempre queda a sus órdenes. Capitán Campos”
Era una carta inteligentemente pensada para ahondar aún más en un espíritu, que a través de su carta se apreciaba bondadoso, espléndido, cariñoso, y Campos estaba dispuesto a explotar aque-lla inesperada amistad.
De ahí su insinuación a la edad, para darle confianza y conse-guir que la buena Antoñita picara el anzuelo, seguro como estaba él que ella tenía una edad complejo por tener una edad próxima a quedarse para vestir santos.
Había que tejer bien la estrategia para un buen ataque con éxito y en ese terreno Campos se movía como pez en el agua no era la primera vez que dejaba a alguna novia al pie del altar por no ajus-tarse a sus conveniencias. Por tanto pondría en Juego todos sus conocimientos de persuasión para que aquella palomita cayera en sus redes, pues al parecer tenía todas las papeletas con las que ha-bía soñado siempre.
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A partir de aquí, se sucedían cartas inflamadas de amor por par-te de ambos enamorados; se intercambiaban fotografías y a Cam-pos ya empezaba a no parecerle tan mayor Antoñita, además de observar en ella un aire distinguido, aristocrático empezaba a entrever que con la ayuda que le brindaba su ya declarada novia, podría escalar peldaños para él, hasta ahora prohibi-dos.
Ganas y conocimientos no le faltaban y los asuntos de la guerra tocaban a su fin.
Las noticias, cada vez eran más alentadoras. En el ambiente se respiraba el final de la contienda. Un buen día, sin que apenas se dieran cuenta, corrió la voz de que la guerra había terminado. Cesaron los disparos. Se acabaron las tediosas y largas ho-ras de guardia en las trincheras. La aviación daba pa-sadas de reconocimiento, casi al ras del campamento.
Una nube de gorras subía hacia lo alto cada vez que se producía uno de esos vuelos rasantes. La paz era un hecho... Campos reci-bió un despacho por el que se le ordenaba el traslado a Talavera de la Reina.
Allí se haría cargo de una compañía de retaguardia y entraría a las órdenes de un General condecorado en mil batallas. Por un momento temió perder la posibilidad del contacto con Antoñita, pero luego se llevó una agradable sorpresa al comprobar que su nuevo destino estaba a sólo unas horas de coche del lugar donde vivía amor.
Solicitó de la superioridad llevarse a su asistente Lorenzo y le fue concedido, si bien se le advirtió que dicho asistente tendría que abandonar filas en muy corto plazo, por ser éste militar de reemplazo y no de tropa.
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Lorenzo accedió a la petición honrosa con la que su Capitán le distinguía, aparte de lo que significaba estar más cerca de su tierra, lo que le hizo no dudar un instante en aceptar, no obstante a sa-biendas de que esta aceptación llevaría consigo el tener que po-ner el máximo empeño en sacar lustre a las altas botas del capitán Campos El viaje hacia el destino fue duro, largo, pesado, en un convoy militar que cada dos por tres paraba para reparar las vías, pasar algún control, comer algo en alguna cantina, etc...
Pero la alegría de la paz que se vislumbraba y se consolidaba cada día más, les daba ánimo para enfrentarse a los inconve-nientes del viaje, que eran realmente muchos.
Al cabo de tres días llegaron a su destino.
Un cuartelón viejo y destartalado donde habían hecho mella los muchos impactos de la artillería y de la aviación.
El capitán Campos se presentó a sus superiores, quienes le die-ron una calurosa bienvenida, le invitaron a cenar en la sala de ofi-ciales y éste comprendió de inmediato que había caído bien. Cons-tató que los oficiales de rango superior vivían como reyes en aquel destacamento y por tanto él no podía hacer otra cosa que no defraudarles y hacerles los honores con su comportamiento. En tanto, Lorenzo intimaba con sus compañeros.
Era intocable en lo que a guardias e imaginarias se refería y bien se encargó su Capitán de advertírselo al Sargento y Suboficiales de turno. Se aburría Lorenzo , tan sólo tenía que ocuparse de las pertenencias del Capitán, que más bien se sentía como su nodriza, por esa razón y por iniciativa propia, hizo amistad con el Cabo de Intendencia, que era lo suyo, un tal Portela.
Se hicieron muy amigos, salían juntos a la ciudad cuando ello era permitido y debido a ésta amistad no le faltaba de comer cuan-
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to quería. Como no hay bien ni mal que cien años dure, llegó la ansiada licencia y Lorenzo tenía que abandonar, por fin, la vida militar, eso sí, con la advertencia de que debería estar siempre en condiciones de incorporarse en cualquier momento que el Ejercito requiriese sus servicios, o lo que es lo mismo una libertad condi-cional. Pero al menos podría ir a pueblo, estaría con sus amigos, con sus familiares y sobre todo con queridísima novia, Comería en su casa, dormiría en su cama y no tendría que levantarse al toque de corneta, que tanto le jodía...
Las cosas, fueron bien distintas, a lo que él tenía planeado. Por qué cuándo esperaba partir a disfrutar su libertad, el Capitán no se sabe cómo, había parado la orden de licencia de Loren-zo, no estaba, dispuesto a prescindir de su servicio que después de tanto tiempo ya conocía a la perfección sin que apenas tuviese que indicarle nada en ese sentido.
Así pues, llamó al despacho a Lorenzo y le insinuó que se tra-taba de un error involuntario por parte del Oficial que tramitaba los papeles, que en unos meses él y otros muchos, todavía debe-rían permanecer en servicio, que la noticia no le causara trastorno alguno porque él se lo arreglaría cuanto antes y que para demos-trarle que ello era cierto, le concedería días de permiso ya que se había hecho a la idea de ir a ver a su familia.
Los días de permiso que en principio eran ocho, al fin se con-virtieron en veinte, a petición de Lorenzo, que alegaba que con ocho entre el tiempo invertido en la ida y la vuelta apenas tendría tiempo para nada y que para ese “viaje” no necesitaba alforjas...
Al tiempo, Lorenzo aprovechó la ocasión, que ya esperaba el capitán, para ofrecerse a llevar alguna carta para Antoñita, el Capitán no solamente accedió a su ofrecimiento si no que le orde-nó fuera a visitarla lo antes posible llevarle una carta y un pañuelo de bordados de Lagartera, precioso, muy popular por aquellos pagos.
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También le advirtió no se fuera de la lengua y descubriera sus intenciones, que ya no eran las de un principio, pues a través de las cartas que se habían cruzado, su amor hacia la señorita ha-bía crecido hasta el punto, de enviarle y de buena gana se cambia-ría por él para así tener la ocasión de conocerla personalmente. Añadiendo: ¡Ojo!, me entere yo que vas publicando por ahí algo acerca del asunto, pobre de ti como se te escape algo acerca de mis sentimientos.
Lorenzo se despidió con un saludo y taconazo incluido, que hi-zo dibujarse una sonrisa halagadora en los labios de Campos. Una mañana todavía noche, tomó Lorenzo el tren que le debía dejar en Empalme, estación donde tomaría otro tren que, una vez amanecido le llevaría a la estación de su pueblo. Lorenzo había partido con su uniforme, sus distintivos militares de la IVª (Cuar-ta Compañía de Artillería) y un abultado petate con todas sus per-tenencias, con el encargo de su capitán y un hermoso jarrón de cerámica de Talavera para su novia Josefina.
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CAPÍTULO III
La llegada al pueblo de Lorenzo no fue recibida, precisamente en olor de multitudes. Entrada la mañana, tan sólo se apearon del tren Lorenzo y dos o tres viajeros más, que apenas puestos los pies en el suelo del andén, el silbato del Jefe de Estación ordenó la salida del mismo. Lorenzo contempló con nostalgia cómo se alejaba el tren y se perdía por la boca de un pequeño túnel pró-ximo a la estación entre una oleada de vapor y chirrido de ruedas. Se encaminó pensativo, por cómo sería la reacción de los suyos al verle aparecer después de tan larga ausencia.
Se fue animando a medida que entraba en la población, vislumbró la torre de la iglesia, oyendo las campanadas de la hora del reloj de la torre que en el silencio de la mañana se re-petían con eco en las calles del pueblo Tan solo vio algún que otro hombre que se encaminaría, seguramente a quehaceres en el campo. Ya en la plaza de la Corredera, recibió el saludo, tal vez por el uniforme, de un guardia municipal quien sin conocer al viajero, no hizo falta preguntarle para saber que por su ropa y equipaje además de la hora de la llegada del tren, se trataba de un soldado que volvía de permiso, aunque ajeno a cuanto había tenido que pasar Lorenzo, hasta llegar a poder gozar de este día tan feliz.
Pasó Lorenzo muy cerca del domicilio de Josefina, sin embar-go no creyó oportuno por la temprana hora de la mañana hacerse presente, aunque notó que se le secaba la boca y quería salirse el corazón, por la emoción del momento. En la puerta de una taber-na, donde había unos hombres tomando sus primeras copas de aguardiente, sintió un irresistible deseo de aprovechar la oportuni-
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dad de volver a gustar de aquel placer vedado hasta entonces para él. Entró, saludó a los allí presentes y, estos perplejos al ver-le aparecer de pronto intercambiaron saludos e inmediatamente entablaron conversación e invitaron a Lorenzo pese a que se re-sistía, lo cual supuso para él un reconocimiento a priori de lo que era volver de la guerra.
El dueño del establecimiento le decía a Lorenzo la alegría que se iban a llevar en su casa al verle, pues él no les había avisado, que eso bien valía una copa y tuvo que aceptar para no parecer desagradecido. Encaminado calle abajo hacia su casa, apenas mi-nutos después se encontraba frente a ella. Era una sensación extra-ña después de tanto tiempo pensando en aquel momento y ahora la encontraba como siempre, tan vieja y ruinosa como la había dejado tiempo atrás, cuando un mal día le dieron la orden de incorporarse a filas, con la incertidumbre encima de una guerra que no había comenzado, pero se intuía, inminentemente estalla-ría.
Poco después, cuando apenas había terminado el periodo de instrucción, fue destinado al frente de Teruel, para solo Dios sabía cuánto tiempo...Lorenzo recordaba los instantes de las despedi-das, la desesperación de los suyos, las lágrimas de Josefina en el silencio de la desgarrada despedida la noche anterior a su marcha, las promesas que ambos se hicieron de guardarse la au-sencia - ¡Hasta que la muerte nos separe ¡ - habían prometido y gracias a Dios, ahora todo volvería a ser igual, bueno igual no, mejor que antes, pues no había la menor duda de que tres años habían sido un buen crisol para poner a prueba su amor y lealtad, además de hacer a las personas más realistas y con los pies en el suelo.
Llamó a la puerta, puro trámite, más que nada por no asustar, pues la puerta nunca se "atrancaba" como decían en casa. Ade-más, aunque temprano todavía, su madre ya se habría levantado, estaría haciendo lumbre en el suelo, partiendo escobas y leña para
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preparar el almuerzo. Nada más golpear la puerta, a la señora Marcelina le dio un vuelco el corazón, pues, a esas horas... sola-mente, podía ser alguien ajeno a la familia o que trajera alguna noticia, que no por esperada habría de ser necesariamente buena. El perro, el Canelo, comenzó a ladrar y a menear el rabo, cuando su sentido hubo reconocido al miembro de la familia ausente tanto tiempo.
Lorenzo para romper la tensión del momento, comenzó a subir las escaleras, como siempre de dos en dos, hablando casi a gritos diciendo: - ¿Quien está aquí?-¡ Vaya sorpresa!, ¿eh?- ¡ Esto si que no lo esperabais! Y llegó a la cocina antes de que su madre se hubiera repuesto del susto. Se abalanzó a ella, la vio tan pe-queña como siempre, con las mismas ropas, fundidos en un abrazo apareció su padre en la cocina, también algunos hermanos a medio vestir y se armó gran alboroto, Los ojos se humedecieron, no se sabía muy bien si por la emoción del encuentro o por el humo de la lumbre que la señora Marcelina había dejado de atizar ante tal acontecimiento. De inmediato se pusieron a dialogar, se sucedían las preguntas, ansiosos todos por saber y conocer detalles.
La conversación derivó, como no podía ser de otra forma, acerca de las penurias que les había sometido a la familia la guerra. Eran matrimonio y cinco hijos, tres varones, y dos hembras y habían pasado, estaban pasando las de San Quintín.
Aparte de estar recordando a Lorenzo constantemente, en fechas tan señaladas como eran Navidad y los cumpleaños, aunque afortunadamente, ahora le tenían en casa, una boca más para alimentar pero también unos brazos más para trabajar, por-que trabajo, sí había, mal pagado, pero había y en todo caso como decía el Sr. Guillermo, padre de Lorenzo: En la mesa de S. Francisco, donde comen cuatro, comen cinco...Su madre, con alegría desbordante, no sabía qué hacer con el recién llegado,
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qué darle para comer, de qué tema hablar, aunque en el fondo estaba que no cabía dentro de sí.
Ya iría ella a poner una vela al Cristo de la Salud, en acción de gracias por haberle devuelto a su hijo sano y salvo, por-que algunos volvían pero lisiados, mutilados física y mentalmente, enfermos, enloquecidos a causa de la maldita guerra.
Pasados los primeros momentos de euforia, la madre de Loren-zo le preparó un buen tazón de sopas, desayuno obligado diario, junto con un huevo frito, esto ya sí excepcionalmente, dadas las circunstancias de ese día. Sus hermanos se fueron aseando y atu-sando en la palangana del pasillo, que a Lorenzo se le antoja-ba presentaba más desconchones o mataduras que antes, unos se fueron a los a los campos en busca del jornal, las muchachas a las casas, a hacer las limpiezas y su padre no tenía nada que hacer. Una vez solos, su madre le dijo que se acostara un rato hasta la hora de la comida, pues vendría cansado del viaje y sobre todo del madrugón.
Lorenzo cogió el petate del ejército, lo abrió y comenzó a sacar cosas de él como si fuera el saco de Papá Noel; Para algo había estado en intendencia, fue enumerando: Estas botas para padre, esta camisa para fulanito, este cinturón para menganito, este man-tel para fulanita que ya estará preparando el ajuar y así para todos traía algo.
Por último, tal vez por mantener prendida la atención de su madre, sacando un hermoso mantón bordado, dijo: Este, para Ud. Madre, que se lo merece todo. La madre se echó a llorar presa de la emoción diciéndole: Hijo, para que andas con nada, ya sa-bes que estoy cumplida. ¿Por qué no se lo llevas a Josefina...? Yo tengo suficiente con que hayas venido y que hayas tenido un re-cuerdo para todos.
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Entonces Lorenzo, le enseñó a su madre un paquete que venía envuelto entre virutas y le indicó que era el regalo que traía para su novia. Lorenzo entró en una de las dos alcobas donde estaban amontonadas las camas. ¡Eran tantos y había tan poco sitio...! que tenían que apañárselas de cualquier forma.
En cada cama dormían al menos dos y ahora que él se había acostumbrado a dormir en literas, pero sólo, no sabía que tal llevaría dormir con alguien más, pero era su casa, su cama de siempre, así que se metió en ella, todavía caliente.
Cuando levantó la vista, todo le pareció lo mismo de siempre, igual de triste, igual de pobre, los desconchones del techo, uno tenía forma de fresa por algún caprichoso destino de la humedad que había conformado esa figura, la cómoda de siempre en la que era casi seguro seguía atascándose un cajón, por más que su madre se empeñara en darle con jabón, donde se guardaba toda la historia de la familia, cajas con sábanas, colchas amarillentas por el paso del tiempo, fotos, medicinas, cubiertos semioxidados ... todo se guardaba en las cómodas.
La cama, seguía quejándose al menor movimiento y eso que estaba él sólo, pero chirriaba como siempre y por la ventana se veía la sierra donde tantas veces había volado, cuando en alguna ocasión, pocas, la enfermedad le había hecho guardar cama, por-que de noche apenas el ventanuco dejaba pasar un poco de cielo ...
El panorama más bien le causó tristeza, en la casa nada había cambiado como no fuera que a sus hermanos les había encontrado más viejos, seguramente por la barba sin afeitar, las ropas raídas, esas chaquetas remendadas por las primorosas manos de su madre, pero remendadas. Por eso había decidido darle a uno de ellos, a quien más falta le hiciera, un "Chester" casi nuevo que había traído para él.
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Ojalá pudiera volver a estar en Intendencia para acaparar cuanto le fuera posible, se daba cuenta de que la guerra había cas-tigado, como siempre, a los más pobres y en su casa, bien se nota-ba.
En un rincón del techo pegando con la pared, colgaba una media hoja de tocino, de la cual se iba tirando como si de una cuenta corriente se tratara, era cuanto quedaba de la matanza, por supuesto los jamones ni los habían visto, se cambiaban por aceite, ropas y otras necesidades para la casa. Encima de la cómo-da, colgada de la pared, estaba la escopeta del doce de su padre.
Ahora también Lorenzo, que había disparado mucho, eso sí, so-lamente en prácticas de tiro, podría ir de caza y cobrar alguna pieza que vendría muy bien en su casa. El asunto de la licencia de caza, estaba al margen y era bien conocido que su padre, pese a ser un cazador de primera, también lo era furtivamente.
Algo que le parecía fácil a Lorenzo, era el asunto de encontrar trabajo, volvería a su puesto de tirante de aserrador, claro que tal vez ya habrían ocupado su puesto en la fábrica, pero buena gana de adelantar acontecimientos, estando en estos devaneos se que-dó dormido...
La señora Marcelina ya había hecho saber a toda la vecindad la llegada de su hijo y todo el mundo se felicitaba con ella, ahora todo sería más fácil o más difícil, dependía de lo que tuviera pen-sado hacer su hijo, con el que todavía no había hablado de su futu-ro inmediato.
Esa mañana la madre de Lorenzo, para no dejarle sólo en la cama, se apañó con lo que había en casa para la comida, comerían el matrimonio y su recién llegado hijo. Mary Luz, la hermana pe-queña de Lorenzo, había visto por la calle a Josefina cuando se dirigía al trabajo, apenas la vio corrió hacia ella para darle la noti-cia de la llegada de su hermano, novio de Josefina.
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Ella ya sospechaba algo y estaba al corriente por las cartas de Lorenzo, también sabía lo de su frustrada licencia, aunque no pudo reprimir su alegría y estallar de júbilo abrazándo-se a la niña y casi en lugar de sonreír, los ojos se le llenaron de lágrimas, de alegría decía ella, que no cesaba de preguntarle: ¿Cómo está? ...¿Viene muy cansado?... ¿Está muy delgado?... Y cosas por un estilo.
Mary Luz contestaba a todas estas preguntas con gran satis-facción diciendo: Tranquila, que está más guapo que nunca. Y se despidió de ella con cierta complicidad, a la vez que admira-ción por su hermano que se presentaba ahora como un héroe de guerra, para ella que apenas entendía, nada de esas cosas tan complicadas de los novios, pero que intuía debería de ser algo es-tupendo.
Aquella mañana Josefina, que trabajaba en un taller de costura, más por pasar el rato que por los beneficios que el oficio le pudie-ra reportar, fue la estrella del día entre sus compañeras; Unas con segundas intenciones le insinuaban preguntas capciosas, casi indiscretas, otras con cierto aire picante le asegura-ban “cosas”, todas se congratulaban con ella y esperaban cono-cer de primera mano detalles de: ¿Cómo le había ido a su novio en la guerra, peligros y situaciones vividos e incluso, las más atre-vidas, se interesaban por saber qué regalo, a buen seguro, le había traído su novio?... Sin tener en cuenta que Josefina toda-vía no había visto a Lorenzo. Total que la mañana se le pasó en un verbo...
Cuando Josefina volvía a casa a comer, ya estaba Lorenzo es-perándola. No se había atrevido a subir a su casa, a sabiendas de que todavía no habría llegado, había esperado dentro de la tienda de un amigo que trabajaba con su padre y que durante los años de guerra habían subsistido de mala manera, aunque habían prestado ayuda a su familia en más de una ocasión.
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Este le contaba, una y mil vicisitudes, pero Lorenzo al tiempo que le prestaba atención y escuchaba, estaba pendiente de la calle, desde los cristales de la tienda, sin pronunciarse, pues bastante tenía él con lo suyo y con lo de su casa...
De repente el rostro de Lorenzo se iluminó, se transformó. To-davía no muy cerca en una esquina de la calle, apareció ella, Jose-fina, guapa como siempre, con ese frescor de los veinte años en la cara, negro pelo en forma de cola de caballo que le caía por un lado del cuello hacia adelante, con esos andares tan graciosos que hechizaban a Lorenzo y ese brillo en los ojos, que hacían refulgir toda su belleza aun en la distancia.
Dejó la conversación casi monólogo, con su amigo, se plantó en medio de la calle para esperarla sin saber que ella ya estaba al corriente de su llegada y que la sorpresa que él pretendía sería, sí, agradable pero no tendría el efecto que él hubiera deseado. Cuándo ya podían tocarse con las manos, se fundieron en un abra-zo, era la primera vez que Josefina no tenía en cuenta el entorno y que les vieran abrazarse en plena calle, a la luz del día, la ocasión era tan excepcional, pensó, que a nadie se le ocurriría criticar la escena.
Con rubor manifiesto en el rostro, Josefina miraba a Lorenzo como a una aparición, le quitaba con los dedos el rímel que le había dejado en la cara debido al lagrimeo de sus ojos. Lorenzo cogido del brazo de ella, era el ser más feliz de la tierra en ese momento. Se encaminaron a casa de ella, cercana al sitio del en-cuentro, entraron en el patio, subieron las escaleras, Lorenzo no pudiendo resistir más, la cogió por la cintura y la subía en volan-das besándola. Josefina, como siempre, en eso había cam-biado poco, rehuía estas manifestaciones de cariño, por otra parte lógicas de Lorenzo.
Llegaron a un pasillo de la escalera y en una sala de es-tar se encontraba la familia de Josefina a punto de empezar
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a comer, la evidencia de la mesa preparada denunciaba que esperaban la llegada de Josefina el matrimonio y una niña de unos 14 años. Intercambiaron protocolarios saludos y la ale-gría invadió el rostro de todos. Lorenzo hizo entrega del paquete con el regalo a su novia que de inmediato comenzó a desenvolver y las ponderaciones se sucedieron tanto por su parte como de los allí presentes, además de aquella maravilla de cerámica en forma de jarrón, veían en este gesto por parte de Lorenzo una continuidad formal en las relaciones con Josefina.
Como no podía ser de otra forma, le invitaron a quedarse a comer, pero él rechazaba la misma arguyendo que no iba a dejar solos a los “viejos" el primer día de su llegada, máxime cuan-do era conocido por ellos que sus hermanos comían dónde mejor les caía. Se despidió de todos, Josefina le acompañó hasta la puerta de la escalera, nuevamente Lorenzo trató de sujetarla por la cintura, la volvió a besar y quedaron para el atardecer en el taller de costura donde tantas veces en otros tiempos habían quedado para dar un paseo.
Llegada la tarde noche, Lorenzo con una camisa blanca que primorosamente le había preparado su madre, aunque con un pan-talón de paseo del ejército y, botas, eso sí más limpias que nunca, se dirigió al taller donde le esperaba Josefina, con disimulo pero con unas ganas locas de salir, de pasear, de que todo el mundo les viera echando chispas de júbilo por los ojos, que a Lorenzo los de Josefina le parecieron dos carbones encendidos, él más ergui-do que nunca, con ese aire marcial adquirido en el ejército, con orgullo paseaba calle arriba calle abajo, más contento que otro poco.
No encontraba Josefina la forma de romper el silencio, eran tantas las cosas que se agolpaban en su mente, que no sabía cómo empezar. El la cogió de la mano, que era a lo más que podía aspi-rar, dada la educación mojigata de las jóvenes de la época, sola-mente cuando la fecha de la boda estaba señalada y las evidencias
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apuntaban a un definitivo matrimonio, las novias accedían a que pudieran cogerlas del brazo y solo entonces.
El paseo se llenó como siempre de jóvenes parejas, pandillas de solteras que siseaban al paso de Lorenzo y Josefina, eran la no-vedad del día, sentían como se clavaban las miradas en su espalda cuando sobrepasaban algunas de éstas pandillas, que de inmedia-to comenzaban a hacer conjeturas, como era habitual, sobre todo si notaban un cierto aire de felicidad en las parejas, cuál era el caso de ellos, y además se trataba de un recién llegado del fren-te algo que no ocurría todos los días.
Todo esto a ellos les tría al fresco e iban paseo arriba y abajo embelesados, cruzando sus mirada constantemente y pren-dida la atención el uno en el otro. Ajenos al monótono discurrir ya anochecido, Josefina tuvo la original idea de invitar a su novio al cine, algo que dejó realmente perplejo a Lorenzo por dos razones, primera porque a ella no se le escapaba que no tenía un duro y en segundo lugar porque lo habitual, lo tradi-cional, lo de siempre, lo establecido era que el novio fuera quien invitara y pagara, tanto el cine como cualquier consumi-ción, y cualquier cambio en este sentido aparte de ser una no-vedad, no estaba muy bien visto. Todas las tardes se repetía la misma escena, Josefina se esmeraba en lucir sus mejores prendas de vestir, que para algo era ella costurera, Lorenzo con la misma ropa de siempre, eso sí limpia como las arenas, los días se suce-dían como sospechaban debía ser la luna de miel.
No tenían en cuenta que aquella situación podría acabarse, ni pensaban en ello, tanto que Lorenzo había ido a ver a su anti-guo jefe de la serrería y habían acordado que en los días que estu-viera de permiso podría ir al trabajo.
Empezaría el Lunes, sin ningún problema, pues era un buen trabajador a quien el Sr. García apreciaba mucho por lo que sus puertas siempre estarían abiertas para él. Lorenzo, se había olvi-
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dado prácticamente del frente y cuanto rodeaba su vida en el ejército, nada más empezar a trabajar se sintió identificado con el ámbito laboral, satisfecho, tranquilo, con ilusión, esperando la hora de la salida para ir al paseo, al cine o tal vez al baile si era festivo, siempre pensando en su Josefina. Pasados los primeros veinte días de permiso, Lorenzo dio por sentado que se habían olvidado para siempre de él y de su condición militar, seguro que el Capitán había encontrado otro asistente y le dejaría en paz de por vida.
Pero estaba aún el encargo de la señorita Antoñita, no sabía cómo llevarlo a efecto y sólo faltaba que el Capitán pensara que no había querido hacerlo y entonces sí que se le caería el pelo...
Habló con Josefina del asunto y un domingo por la mañana, se dirigieron hacia la finca de la "señorita", como se la conocía en el pueblo, para dar cumplimiento a la orden del Capitán. Lle-garon frente a un gran portalón de madera, la finca estaba rodeada de una pared de piedra, ese era el único lugar para entrar en ella en el que se encontraban en ese momento.
No había llamador ni modo alguno de hacerse presentes, así que empujaron la puerta, sujeta por un gran aldabón, accedieron a un paseo largo, limpio, con un seto de evónimos boneteros a cada lado del mismo y a una altura de más de un metro que separa los parterres y tablas de sembrados. Se fueron aproximando, hacia lo que parecía una pagoda china o una enorme pajarera de hierro, cubierta de gran follaje y dónde se divisaba una mesa de piedra de granito y junto a ella unos sillones de mimbres con verdes almohadas. Al fondo del paseo, estaba la casa.
Dos grandes puertas con cristales, bajo un porche sostenido por dos columnas hacían el frontis de una magnifica construcción. Una escalinata de forma oval, rematada con una barandilla de afi-ligranadas formas y balaustradas de piedra de granito, daban una elegancia a la casa poco común por aquella comarca.
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La casa estaba rodeada de una exuberante vegetación, las hie-dras y madreselvas cubrían toda la fachada, solamente interrumpi-das en los grandes ventanales y en el espléndido balcón del centro de la fachada a la altura de un segundo piso, que rompía con el verdor de las plantas dejando entrever sus blancas piedras de gra-nito, las cortinas de encajes flotando al viento, a través de las tor-nasoladas vidrieras de sus puertas y ventanas.
De una cadena que colgaba del badajo de una campanilla, pen-día un triángulo, mediante el cual nada más tirar, se ponía en fun-ción un ingenioso mecanismo que producía un tilín, tilón, que in-formaba a los habitantes de la casa de la llegada de una visita y tan siquiera resultaba estridente en aquel silencioso lugar.
Sólo unos ladridos obtuvieron por respuesta, si bien al segundo intento, apareció una sirvienta con uniforme y cofia, algo sorpren-dente para el lugar, es decir, una casa en el campo. La chica que era del pueblo y conocía a Josefina, no tanto a Lorenzo, les hizo pasar a un hall, en tanto avisaba a su ama de la visita. El lujo al que no estaban acostumbrados la pareja, les deslumbraba, se en-contraban como gallo en corral ajeno. Ahora constataban cuántas carencias tenían en sus pobres casas.
Los espejos de las paredes y los de un perchero de maderas ta-lladas, multiplicaban la luz de una lámpara de vidrio que colgaba del techo también decorado con dibujos y hojas de formas doradas y variopintas. El suelo de la estancia en la que se encontraban, esperando ser recibidos, era de maderas haciendo filigranas y file-teando siluetas de aves y laberintos, suficiente para quedarse exta-siados en su contemplación. Un gran ventanal con las vidrieras formadas de trozos de cristales soldados entre sí, con filos de oro, haciendo dibujos de jarrones con flores de colores, dejaban entrar a través de ellos la luz de sol, produciendo una claridad y colorido en las paredes tan solo comparables y superando a las vidrieras de la iglesia del pueblo.
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Estando gustando de aquella maravilla, de pronto se abrieron las dos hojas de la puerta de entrada al resto de la casa y apareció ella, la señorita Antoñita, envuelta en una finísima bata azul celeste, de raso, con puños cuello y los bajos de la misma que le cubrían hasta los pies rematados por una blanquísima piel como copos de nieve. Llevaba al pelo una redecilla que sujetaba su rubia melena y tenía la cara tersa y brillante, como las manos, que a Lorenzo, le parecieron cuando les dio el saludo, como las truchas que se le escapaban de las manos, cuando de pequeño iba al río y trataba de coger una. Una vez concluido el trámite de los saludos y presentaciones, un tanto farragoso, Josefina repuesta de tanta grandeza en un acto de confianza para con la señorita y lejos de alabar el buen gusto por cuanto estaba contemplando, para no parecer ante ella como una palurda, entabló una conversación ba-nal, sin trascendencia mientras pasaban a otro salón.
Era el salón, un gran salón, amueblado como en las pelí-culas, con grandes divanes y sillones a juego con el color y las telas de las cortinas, rematadas estas por una legión de abalo-rios a través de las cuales se apreciaban unos riquísimos y difi-cilísimos dibujos de encaje que hacían otras cortinas interiores. En el centro del salón junto a la pared, había una chimenea de mármol y cantería, con dos candelabros de bronce a cada lado rematados con una figura humana casi de tamaño natural. Todo el suelo, el que quedaba al descubierto de las alfombras, era de madera iguales a las de la entrada, el resto del salón estaba cu-bierto por una inmensa alfombra, sobre la que daban ganas de quitarse el calzado para no pisar. Las paredes estaban llenas de cuadros de distintos tamaños, espejos con copetes tallados, apliques de luces con globos de cristal fino imitando el cáliz de las azucenas, desparramando la luz sobre el salón haciéndole brillar sobremanera y al fondo de la estancia junto a un ventanal un piano de cola con un taburete tapizado con tela gra-na de dibujos arabescos.
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Disimulando su asombro, mudo por el lujo, Lorenzo envidiaba los méritos de su Capitán por el sólo hecho de haber logrado atraer la atención de la señorita,aunque él no la cambiaría desde luego por su Josefina a pesar de la ostentación y el lujo que allí se respiraba. Lorenzo sacó del morral de la mili un paque-te y lo entregó a la señorita, como le había ordenado el Capitán.
Otra persona cualquiera, pensó Lorenzo, lo hubiera abierto en el acto, pero ella, lo dejó encima de un velador, con la encimera de mármol rosa y dio la impresión de que entre tanto cachivache, tal vez ni volvería a acordarse del encargo, que a él en cambio le había traído de cabeza y había forzado la visita. La señorita, tiró de un cordón como el de las cortinas pero rematado por una borla, de inmediato apareció la sirvienta de la cofia, con un delantal blanco rodeado de puntillas y contrastando con el atuendo negro del uniforme.
Les preguntó si querían tomar café, té o algún otro tipo de bebida en especial, como les daba lo mismo, ella mandó traer café y varias bebidas, con dulces.
Apenas sabían cómo romper aquella situación que empe-zaba a resultar embarazosa, tensa y apabullante a la pareja visi-tante. La señorita consciente, tal vez, de que aquella visita era un tanto protocolaria se dirigió a Josefina insinuándole que era una lástima no se produjeran aquel tipo de visitas con más frecuencia, diciéndole podrían ser buenas amigas, si a ella le petaba, podría leer, escuchar música, montar a caballo o cualquier otra cosa de su antojo y rogándole que no dejara de volver a visitarla, pues era muy de su agrado.
Josefina por su parte, no quería comprometerse aunque tampo-co se cerró en banda y dijo que más adelante todo se andaría...
Lorenzo que escuchaba semejante conversación, para nada es-taba de acuerdo en que, aquella señoritinga de alta cuna, entablara
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amistad con su novia. La quería libre y no quería meterla en el juego que había montado su Capitán sirviéndose de sus buenas intenciones.
Dieron un breve recorrido por el resto de la casa, que era enorme y con muchas habitaciones, todas decoradas al esti-lo de las anteriores y de acuerdo al uso a que estaban destinadas. Llegaron hasta la cocina, donde además de brillar todo como cho-rros de oro, había armarios, alacenas con vajillas, cubiertos y vasos de cristal con repujados de hojas talladas en vivos colores.
El suelo de baldosas, parecían haber sido pintadas de cómo bri-llaban. Salieron por una puerta de cristales al jardín lleno de rosa-les y plantas, era como un vivero, de la variedad de plantas que había, al fondo del mismo una nave cubierta de cristales tanto el techo como las paredes formaban un invernadero, donde según la señorita explicaba, se cuidaban las infinitas plantas al res-guardo de los fríos y heladas de invierno, ahora se encontraba me-dio vacío, pues habían ido sacando las macetas para adornar el recinto de la entrada y los parterres, solamente quedaban den-tro las especies que esperaban su temporada.
De todo ello se cuidaba Rogelio que además de jardinero hacía las veces de chofer y mozo de servicio cuando las circunstancias lo requerían. Pasearon por la finca, había todo tipo de siembras, árboles frutales y un embarcadero junto al río que atravesaba la finca.
A través de un artístico puente de madera, se pasaba a la otra orilla del río, en el que había un estanque natural con tencas y que además servía para abrevar el ganado.
Un poco más alejado una piscina cuidada, con un muro a la al-tura de un metro, enlosada alrededor con un ancho paseo y protegida por una barandilla niquelada que deslumbraba con los rayos de sol.
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Las azules y transparentes aguas recibían en una parte la som-bra de dos viejísimos sauces y el resto del entorno estaba alfom-brado por un cuidadísimo césped, merced a un dispositivo de riego por goteo de unas tuberías que a su vez hacían de soporte a un sin fin de silvestres buganvillas.
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CAPÍTULO IV
La señorita acompañó hasta el pueblo a la pareja, que había pa-sado prácticamente la tarde con ella en tan idílico lugar. Con su coche todo terreno y en apenas diez minutos les dejó en la plaza del pueblo, se despidió de ellos afablemente y les pidió encareci-damente que no fuera esta la última vez en la que pasaran con ella una tarde tan agradable. La gente que les vio de tertulia con la señorita, no daba crédito al hecho e inexplicablemente se desata-ron todo tipo de especulaciones, sobre esta súbita amistad, que no entendían como se había podido producirse.
Las amigas y compañeras de taller de Josefina, se sentían privilegiadas y ardían en deseos de que les fueran dadas explica-ciones con pelos y señales, sobre el particular, nada menos que por la protagonista del asunto. A la mañana siguiente los comenta-rios corrían como la pólvora de boca en boca, tanto es así, que Felisa la maestra, como la llamaban cariñosamente las chicas a la dueña de la sastrería, se decidió a preguntar a Josefina ¿qué había acerca del tema? ... ella, sin soltar prenda se apañó como pudo dando la callada por respuesta, pero ante la insistencia de las demás compañeras, no tuvo más remedio que contar su versión sobre lo concerniente a su inesperada amistad con la señorita, la cual se prodigaba poco o nada en este sentido, como no fuera con la señorita Marugán, otra solterona y también rica del pueblo con quien tenía una estrecha amistad. Josefina apoyaba su tesis de poder descubrir nada, para no dar muchas explica-ciones, en que su novio y solamente él, sabía la trama del asunto en principio secreto entre la señorita y un Oficial del Ejército,
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Jefe de Lorenzo y que poco más podía ella aportar, como no fuera dar cuantas explicaciones quisieran acerca de los pormenores y en relación con la finca y la casona de campo, que aunque había sido una fugaz visita, fueron recibidos tanto ella como su novio con todos los honores.
Qué habían ido a entregarle un paquete de parte del Capitán, pero ignoraban su contenido. Qué podían hablar de los mil y un detalles de la casa, del jardín, de la finca, de todo menos de los sentimientos de la señorita, pues ello pertenecía al secreto que ni siquiera Lorenzo conocía. Aunque algo sospechaba, se estaba co-ciendo.
Aquella mañana Josefina llevaba la voz cantante, en la siempre amena tertulia, entre las aprendizas y la propia maestra. No paraba de dar explicaciones y detalles del mobiliario, enseres, vajillas, alfombras, cortinas y todo cuanto la había deslumbrado, ¡Y de qué manera! , sobrepasando sus conocimientos sobre lo que ella con-sideraba, la antesala del cielo.
Resaltaba y aumentaba la enumeración de cuanto había en aquella casa, palacio más bien, decía, y tenía prendida la atención de sus compañeras, que en el fondo sentían envidia de ese privile-gio con que el destino y el azar al parecer, habían querido distin-guir a Josefina y a Lorenzo. Lo cierto es que ella había consegui-do, en tan solo unas horas, vivir un sueño vedado para el resto de los mortales, cual era haber visitado la mansión de la señorita de "Los álamos", nombre por el que todas las personas del lugar la conocían.
Lorenzo, fue llamado mediante la guardia civil al cuartel, para ser informado de que debería presentarse de inmediato a su Bata-llón, esta vez sin el miedo a la guerra, sino más bien, pensaba él, por el caprichoso destino de que un Capitán se hubiera fijado , un mal día, en la señorita de los álamos, ¡maldita sea !.
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Vuelta a recoger sus pertenencias en el petate, otra vez la dolo-rosa despedida, la incertidumbre acerca de cuándo volvería, el abandono del trabajo y los ingresos que habían venido muy bien en su casa.
Sobre todo lo que más le dolía a Lorenzo, es que además ten-dría otra vez que ir a visitar a señorita Antonia, para decirle si quería algo para el Capitán, porque mucho se temía que si no lo hacía así, habría bronca y represalias, lo cual no traía a cuenta si quería disfrutar de otro permiso por las fiestas, ya en fechas pró-ximas.
Nuevamente la pareja se acercó hasta "Los álamos”, esta vez encontraron a la dueña en faena, es decir con unas tijeras de podar, guantes de trabajo, pantalones tejanos, una camisa a cuadros anudada a la cintura y un sombrero de paja con adornos de cintas y flores. Ella al verles sonrió, satisfecha viendo que ha-bía fidelidad a una incipiente amistad, que presagiaba ser definiti-va.
Después de afectuosos saludos, menos protocolarios que la primera vez, les pasó en esta ocasión, al merendero. La mañana era buena y mandó traer unos refrescos, mientras hablaban, les dijo, sobre la inesperada visita que por supuesto le encantaba, y del motivo que les traía de nuevo por la finca. Josefina aturdida por la situación y la inminente marcha de Lorenzo, co-menzó a llorar, ante lo cual Lorenzo tomando la iniciativa explicó a la señorita la orden recibida a través de la guardia civil y que el motivo de haber venido era por sí quería algún encargo, esto lo dijo con cierto temor, o alguna carta para el Capitán a quien iba a ver a la mañana siguiente, sin duda alguna.
La señorita, que notaba la amargura que les producía a la pare-ja la nueva separación, no cesaba de consolar a Josefina, di-
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ciéndole que ahora tenía en ella una amiga más en quien confiar y además no habría de preocuparse por el estado de la guerra, que con seguridad, se trataría de un puro trámite y Lorenzo volvería en breve. En cuanto a su ofrecimiento en llevar algún encargo al Capitán, en estos momentos, les dijo, no sabía , pero como todavía quedaba tiempo por delante, ella misma iría al tren a llevárselo ya que se presentaba esta oportunidad y una carta para Campos, decía quitándole el tratamiento de su rango, signo de confianza para con él. La visita resultaba un tanto embarazosa, por lo inesperada de la misma, además una vez conseguido el objetivo la pareja, lo que deseaba era pasar las últimas horas a solas y en privado, despidiéndose hasta no sabían cuándo.
No consintió la señorita que volvieran al pueblo andando, lla-mó a Rogelio y le ordenó que acercara a la pareja en el Land Ro-ver que estaba aparcado en la puerta de la finca.
Se despidieron y Antoñita dijo a Josefina que no tardarían en volver a verse, pues tenía que hacerse algunas prendas de vestir y había pensado ir al taller de Felisa, ya que le habían dicho que confeccionaba muy bien la ropa, sobre todo de medidas especia-les, decía sonriendo haciendo alusión a su talla más bien grande.
Una vez en el pueblo Josefina y Lorenzo, quedaron citados pa-ra después de la comida ir al Cristo, pues ese día ya Lorenzo no había ido al trabajo con el fin de preparar el viaje.
Ya en la ermita, entre sollozos, se juraron amor eterno ante la imagen del Cristo de la Salud, cogidos de las manos, gustando de la soledad, hasta bien entrada la tarde, ansiando pasara pronto aquella situación de separación que no acertaban a entender pues-to que la guerra ya había terminado.
Temprano, apenas despuntaba el alba, esperaban en el andén de la estación la llegada del "martero", nombre que se daba al tren
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mixto que dejaría a Lorenzo en el Empalme con la línea de Tala-vera.
Estaba acompañado de su padre, pese a lo temprano de la ma-ñana, y de uno de sus hermanos que no había consentido que Lo-renzo llevara el abultado macuto con sus pertenencias y cuidaba como si de él mismo se tratara.
Lorenzo uniformado hasta la cabeza, un tanto nervioso por la marcha, divisó no muy lejos, el Land Rover de Antoñita, toda-vía con las luces encendidas que paraba en el muelle de facturar.
Bajó Rogelio con un paquete, encargo de su señorita, di-jo, y se lo entregó a Lorenzo para hacerlo llegar a su Capitán, al poco tiempo entraba por el puente el tren dando silbidos de aviso a los pasajeros.
La gente era poca, pero casi todos viajaban a cercanías, ma-yormente a Plasencia que había mercado y en todo el entorno la población gozaba de mucha fama, precisamente por el merca-do, grande, donde se podía adquirir de casi todo, en tiempos que casi no había nada y todos los vendedores vivían de un “estraper-lo" que servía para enjugar las carencias debido a la recién termi-nada guerra.
Como las despedidas, por lo general son tristes, Lorenzo abre-vió en la medida de lo posible este trámite y enseguida subió al tren que le llevaría de nuevo al incordio del ejército.
Eran las cuatro de la tarde cuando Lorenzo se personaba a las puertas del cuartelón, viejo y medio hundido.
Se presentó al Capitán, como mandan las ordenanzas, portando el paquete de la señorita Antoñita y dando por sentado que ello haría olvidar su retraso, aunque bien mirado no había tal, toda vez
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que la fecha de regreso había quedado un tanto en el aire, es decir de una manera indefinida.
Campos le recibió, con cierto tono de cachondeo, diciendo: ¿Qué, se estaba bien entre las faldas de mamaíta no?.
Lorenzo, cuadrado ante él no profería palabra alguna, hasta que comprendiendo que el Capitán, en el fondo, se alegraba de su pre-sencia le contestó: ¿Si no manda Ud. nada? Aquí le dejo un en-cargo que me ha dado en el pueblo para Ud. mi Capitán.
Ya más relajado el Capitán, le pidió que le contara con detalles cómo había encontrado a Antoñita, qué esperanzas podía abrigar respecto a sus pretensiones de continuar una relación formal con ella, pormenores acerca de su visita, qué concepto tenía ella de la incursión en su vida, etc.
Lorenzo en tono más distendido, le contaba y no acababa acer-ca de su visita, del recibimiento, de la grandeza de la casa, su pa-trimonio y entrando en detalles personales, como signo de con-fianza para con Campos, le insinuaba, que no le había parecido tan gruesa como antaño, ¡tal vez la guerra! añadió, había cambiado a las personas y como en este caso para mejor.
Así que Campos alegre por aquellas explicaciones tan satisfac-torias, echó mano a una navaja y delante de Lorenzo, se puso a deshacer aquel paquete sin complejo alguno. En él venía una carta, que puso encima de su mesa, un cuarterón de tabaco de picadu-ra selecta, una botella de vino tinto, sin marca, probablemen-te cosecha propia de la finca "Los álamos" y un morcón de lomo que brillaba como una lámpara, por la manteca que se le pone exteriormente para su conservación.
El Capitán le dijo a Lorenzo que podía retirarse y en agradeci-miento le invitaría a un pincho y un trago en otro momento, en tanto de lo que allí había ocurrido, no tenía que decir ni media
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palabra como de los tejemanejes acerca de la historia con la seño-rita Antoñita.
La despedida de Lorenzo ya no fue tan oficial como siempre, pues entre ambos, salvando las distancias, algo que tenía él muy en cuenta, se estaba produciendo una corriente de amistad lejos de los formalismos militares y diferencias de rangos.
Nuevamente en la Compañía, caras conocidas, algunas nuevas, giró visita a las cocinas donde ya no estaba su amigo Portela, le habían destinado a otro cuartel le comentó el de semana, las cocinas desprendían un insoportable olor a rancho, las mismas letrinas de siempre, las literas, la taquilla donde fue depositando sus pertenencias, la colchoneta y sábanas que ya no eran las que él había dejado, alguien las había cambiado por otras mugrientas y arrugadas, en definitiva, el caos.
El toque de diana acabó con el dulce sueño que se traía entre manos Lorenzo, cansado del viaje anterior, habiendo soporta-do tensiones y emociones. Le parecía mentira haber pasado en tan corto espacio de tiempo, de la libertad más absoluta al rigor más estricto que impone la vida militar, y eso que él no debería de quejarse, pues nada más levantarse no tenía que ir a formar como los demás, nada de guardias, imaginarias, cocina y otras lindezas a las que estaban sometidos el resto de tropa.
Todas las mañanas su primera obligación, consistía en pre-sentarse en la sala de oficiales, entrar a través de una destarta-lada escalera de madera en un largo pasillo, dirigirse hacia la habitación de Campos y comenzar la tarea de chacha, como sar-cásticamente comentaba entre sus compañeros cuando en la Can-tina comentaban y le envidiaban por el chollo que tenía con su Capitán y el cargo de asistente. Pasaba la mañana ordenándolo todo, las botas, los uniformes, los papeles y todo cuánto forma-ba parte de sus obligaciones y nunca tuvo que recibir queja alguna de su forma de llevar dichas obligaciones.
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El resto del día lo tenía libre para ir al pueblo, pasear o lo que le apeteciera. Las cosas cambiaban poco en la vida cuartelera, úl-timamente resultaba aburrida, anodina y triste, no se sabía muy bien y nadie daba explicaciones cual era el cometido del acuar-telamiento de las tropas, no había perspectivas de futuro alguno, nadie sabía con certeza por cuánto tiempo se estaría allí, era una situación más parecida al olvido que otra cosa. Se pasaba el día, ociosamente, jugando a las cartas, haciendo ejercicios sin ton ni son, al libre albedrío, dependiendo siempre del carácter con que el Oficial de turno se levantara ese día. La pereza, la desidia estaba haciendo mella en la tropa, desanimada, sucia, cabreada.
Todos y cada uno de los militares necesitaban salir de aquella situación, pero nadie entreveía síntoma alguno de cambio a corto plazo, lo único que cambiaba era el tiempo, ya verano avanzado, el campo y las aves denunciaban el paso de las estaciones y pronto se sumiría todo el personal en un profundo letargo en aquel “secarral" si Dios no lo remediaba.
Se sucedían los días al tiempo que las broncas, fruto de la inac-tividad y de hundimiento moral de la tropa. Los calabozos estaban a rebosar con arrestos que tronchaban los planes de los más despe-jados.
Al atardecer de cada jornada, se daba permiso para salir a la ciudad de paseo, pero eran tantos los requisitos exigidos, que no valía la pena pasar por ellos, con lo cual solamente unos pocos se decidían a salir, ante el fastidio de quienes ese día tenían la difícil tarea de hacer de Policía Militar, quienes agudizaban sus exigen-cias para compensar el engorro que les habían producido, au-mentando la vigilancia.
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CAPÍTULO V
Una hilera de vehículos, compuesta por varias unidades, salía por el portalón del cuartel al despuntar el alba, con las azula-das luces de camuflaje encendidas.
El convoy iba encabezado por un jeep comandado por el Capi-tán Campos, un Sargento, un Cabo conductor y Lorenzo que a través de un equipo de comunicación daban y recibían las órde-nes sobre la marcha al resto del convoy militar.
Nadie sabía que misión les habían encomendado y elucubraban si se trataría de una de las rutinarias y numerosas maniobras que con frecuencia rompían la monótona vida de aquel cuartelucho. A Lorenzo le había sorprendido, que su Capitán le ordenara prepa-rar equipaje diferente además del de campaña, pues en él se in-cluían ropa de paseo y para diferentes ocasiones. Nada le daba derecho a preguntar a su Jefe de qué viaje se trataba esta vez y por tanto iba igualmente que al resto de sus compañeros ajeno al destino de aquella marcha por otra parte un tanto improvi-sada.
Un coche cocina, toda la intendencia y equipo para lo que pa-recía ser una marcha de varios días, formaba parte de la comitiva. Mediante las ordenes que Campos impartía como Comandante en Jefe de la expedición, fueron deduciendo se trataba de una misión difícil y a la vez novedosa.
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Consistía la misión en un trabajo topográfico, mediante el cual deberían conseguir un mapa de comunicaciones de la re-gión, para ello les habían de proporcionar en una localidad próxima, un equipo de expertos y aparatos de precisión para este trabajo, de tal modo que en apenas unos kilómetros se incorporaron al convoy dos unidades más, todo el equipo, dos Sargentos topógrafos y cuatro soldados Especialistas, todos bajo las órdenes de Campos. La primera jornada transcurrió, sin incidencias y en busca del lugar asignado para montar el cam-pamento, desde donde se realizarían las operaciones.
No había tiempo previsto para llevar a cabo la misión, motivo por el que se actuaba sin prisa alguna y se planificaban las acciones con todo rigor y detalle para asegurar el éxito de la operación. Entrada la tarde-noche, montadas las tiendas, Cam-pos ordenó reunir a los mandos intermedios para trazar las líneas maestras de trabajo. De acuerdo con los técnicos topógrafos con-venía ir al punto más lejano de la zona y comenzar desde ella a trazar en los planos utilizando el sofisticado equipo y aparatos de medición, los caminos y vericuetos de aquel intrincado y sinuoso terreno, ora llano y desértico, ora montañoso y abrupto.
Mientras el resto de la tropa se iría familiarizando con los apa-ratos y forma de llevar el proyecto adelante. Durante varios días estuvieron realizando mediciones, cotas, tomando referencias y pasándolas a unos mapas clavados con chinchetas en unos tableros precisos para este trabajo. Todos se habían acostumbrado a manejar con precisión los aparatos, entendían de regletas, peris-copios y demás útiles hasta el punto de que bien podía asegurarse que el asunto se estaba llevando adelante con bastante éxito y en gran parte se debía a Campos, que no apremiaba ni interfería en la labor que desarrollaban los técnicos en la materia encargados del plan. Una tarde el Capitán llamó a Lorenzo y le puso en an-tecedentes de un imprevisto viaje.
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Le ordenó se pusiera la ropa de paseo y preparara lo ne-cesario para ir a su pueblo, de visita, dijo con una sonrisa abierta, que Lorenzo entendía perfectamente. Tanto fue darle la orden, como estar de inmediato preparado Lorenzo, con todo lo suficiente para el viaje. Salieron sin más explicaciones con un jeep y el con-ductor del mismo.
Cuándo ya estaban en la carretera, Campos le dio órdenes al conductor y se dirigieron al pueblo de Lorenzo. Éste cuando advir-tió el motivo, no cabía de alegría y también de preocupación, alegría por volver ver a su Josefina y preocupación porque enten-día que el Capitán, se había propasado en sus atribuciones al per-sonalizar el viaje por motivos solamente él conocía sobradamente y que se apartaban de la misión que les ocupaba.
Por el camino el Capitán fue descubriendo el plan que había urdido para salir airoso de su visita a Antoñita, sin por ello poner en evidencia a nadie y ni siquiera él mismo. Había salido con el pretexto de reconocer oficialmente la parte más montañosa de la zona, tomar apuntes que más tarde servirían para enviar a los téc-nicos. Ello tranquilizó a Lorenzo quien no obstante no olvidaba ¿dónde y de qué forma se iban a hospedar?, dada la precariedad de su casa a la que consideraba fuera del rango de su supe-rior.
Campos, que se distinguía, porque a veces parecía adivinar los pensamientos de los demás, le sacó de apuros de inmediato al pre-guntarle si había algún Hotel, Fonda u Hostal para alojarse él y el chofer, ya que suponía, y suponía bien, que a Lorenzo le apete-cería quedarse en su casa a lo cual contestó aliviado Lorenzo, afirmativamente.
Una vez en las proximidades del pueblo, Lorenzo acompañó a un Hostal en las afueras de la población al Capitán y él con el conductor se acercaron hasta el pueblo. La emoción que sintió Lorenzo al pisar de nuevo las calles, no se puede describir, llegar a
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la plaza principal, vestidos, de soldados y con vehículo oficial, era algo insólito que llamaba la atención de cuantas personas pasea-ban por el lugar. Con aire marcial acompañado de sus enseres y pertrechos se apearon del vehículo e iniciaron la marcha hasta la casa de Lorenzo.
La alegría de la familia era desbordante, los saludos y presen-taciones del compañero que fue recibido con todos los hono-res y a quien enseguida la madre de Lorenzo, preparó un sitio donde alojarle, advirtiéndole previamente que la casa era pequeña, sin comodidades, pero que era muy agradable para la familia tener a un compañero de su hijo y se le recibía con los brazos abiertos deseándole se encontrara como en su propia casa.
Como aun no era muy tarde, una vez aseados se fueron a dar una vuelta por el pueblo, buscaron a Josefina y estuvieron toman-do unas copas por los múltiples bares de la localidad. Una vez que ya se hacía tarde para Josefina, la acompañó su casa y se retiraron a descansar.
Hubo que madrugar, siguiendo las instrucciones del Capitán le recogieron temprano en el Hostal, para entonces ya habían corrido las voces en el pueblo de la llegada de un coche oficial del Ejérci-to con Lorenzo y había comentarios para todos los gustos. Espera-ron unos minutos hasta que apareció Campos en el hall del Hos-tal, como pocas veces se le habían visto, elegantes como en oca-sión alguna, tan sólo en la jura de bandera recordaban haberle vis-to vestido con tanta ornamentación de medallas, fajín, sable, co-rreajes y unas botas altas que deslumbraban de brillo, donde se apreciaba la mano de Lorenzo.
Campos dio permiso al chofer del jeep y le dijo que no apare-ciera hasta el día siguiente. El y Lorenzo se dirigieron, como era de esperar, hasta la finca de los álamos. Durante el trayecto, se permitió Lorenzo, insinuar al capitán el susto que se iba a llevar Antoñita al verles aparecer de forma tan repentina, ante lo cual
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Campos reaccionó pidiéndole parecer, comprendiendo que real-mente así de sopetón y sin previo aviso le parecía una desconsi-deración y él pretendía todo lo contrario, causar una buena impre-sión.
Lorenzo, le comentó que dado lo intempestivo de la hora, tendrían tiempo de ir al pueblo, presentarle a sus padres y a su novia, que para él sería un gran honor y que luego dejarían el asunto en manos de Josefina, que para eso las mujeres, se pintan solas, entienden mejor que nadie y tienen un tacto especial para este tipo de ocasiones.
Fueron a comer a un Mesón, invitó el Capitán, pero Josefina se dio maña para no acompañarles, sin embargo aprovechó el tiempo, fue a la peluquería, se puso su mejor traje y mira por dónde, cosas del destino, vio a Rogelio el chofer de Antoñita y le puso en antecedentes de la improvisada visita. ¡Cuánto agra-deció a posterior¡ Antoñita este oportuno aviso por parte de Josefi-na!
A media tarde, emprendieron camino hacia la finca "Los álamos". Para entonces Antoñita ya estaba preparada, pero dan-do constantemente paseítos de nerviosismo, atisbando por las ventanas y esperando emocionada el deseado encuentro. Ella tenía ventaja en el encuentro, pues desde el salón principal es-pléndido en ventanales, se divisaba perfectamente el camino que daba acceso a la finca y bien fuera vehículo, persona o animal, era distinguido antes de que se hicieran presentes en el portón de la finca.
En previsión había mandado preparar café, té, dulces, bebidas de todo tipo, como siempre que esperaba alguna visita, la mantele-ría bordada con encajes rematados con puntillas, la cubertería de plata y todo en orden para una visita importante. Apareció el vehículo militar, lo conducía Campos que llevaba gafas oscuras y
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su imponente estampa militar, con vestido de gala, guantes blan-cos, era una impactante figura.
En el asiento contiguo Lorenzo, también con uniforme, y en el de atrás del vehículo descapotable, en esta ocasión venía Josefina, guapísima, con una gasa de color verde claro recogién-dole el pelo, un vestido precioso estampado con un cinturón ancho ciñendo su cintura de avispa y realzando aún más sus encantos naturales.
No hizo falta llamar, el portón de la finca estaba abierto de par en par. Rogelio esperaba en el dintel y les hizo señal para que pa-saran con el vehículo hasta el gran pórtico de columnas de la puer-ta principal. Allí con precisión de relojería, nada más poner los pies en el suelo, apareció ella, la señorita. Estaba radiante y a la vez sobria en el vestido, tenía eso sí un aire distinguido, pero a Josefina se le antojaba que no era de las veces que más deslum-brante la había visto.
En cambio a Campos le pareció una diosa, allí encuadrada en la gran porticada con aquellos, jarrones que montaban guardia a uno y otro lado de la escalinata, la vio grande, corpulenta pero para nada gorda.
Avanzaron los tres hacia la escalinata, Antoñita para no coinci-dir en medio de los pasos de escalera también descendió hasta el rellano, allí se sucedieron los encuentros, las miradas se cruzaron, apareció el rubor, las manos temblaron y campos con un militar taconazo y saludo, se quitó los guantes y extendió su mano hasta la temblorosa de Antoñita. Se había roto el hielo y Antoñita reac-cionó diciendo: " No creía que era Ud. tan alto", Campos sonrien-do respondió: bueno, en principio creo que eso me da derecho a proponer que nos tuteemos, si como presumo vamos a ser mu-cho más que amigos ¿no?..." Ella complaciente dijo: " Creo que tienes mucha razón, además de que es más incómodo el tratamien-to de usted, para seguir hablando".
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Pasaron al gran salón, Campos aunque anonadado, procuró no manifestar sorpresa, pero en su interior algo le gritaba, que había dado un gran pelotazo. Era el momento de tomar una posición de disimulada alegría, como quitándole importancia al asunto, limi-tándose a decir lo que le parecía un cumplido: " Se nota la mano de una mujer con buen gusto en la decoración de la casa".
Corriendo el riesgo de que para nada hubiera intervenido Anto-ñita en ello, pero ella lejos de desairarle, le miró con una sonrisa de complicidad entendiendo la intención de aquel comentario y añadiendo, acto seguido: Si, hace ya tiempo que necesita una re-forma, tal vez pronto llegue la hora. Ante este comentario Josefina se sintió desplazada y fuera de contexto, pues a ella le parecía todo perfecto, a su gusto un poco recargado en detalles, tal vez, pero para nada hacía falta reforma alguna. Se sirvió la me-rienda, estaban presentes los dos criados de la casa, es decir Roge-lio y la doncella que en esta ocasión llevaba un traje de rayas blancas y azules.
Tomaron café, pastas, bebidas, divagaron en las conversacio-nes. Campos pidió permiso para fumar y no solamente le fue con-cedido sino que Antoñita abriendo una caja de cuero repujado que había en una mesita próxima al sofá dónde se encon-traban, le ofreció uno de sus cigarrillos preferidos y también un cigarro puro que había en otro de los compartimentos del estu-che.
Casi sin nadie darse cuenta, hubo de encenderse la luz artifi-cial, pues aunque el día era clarísimo, la puesta del sol comen-zaba a declinar, el salón se vistió de oro, la gran araña central irradiaba luz y destellos de tornasoladas formas, volutas de humo ascendían con tirabuzones azulados y el ambiente le pareció a Campos sencillamente idílico .
Lejos de parecer una despedida, lo que ocurrió cuando les pa-reció al Capitán y sus acompañantes, que la visita sobrepasaba ya
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los límites de lo correctamente permitido, se levantaron y Antoñita con ellos diciendo, para sorpresa de todos, que continuarían la tertulia, si les parecía buena la idea, en el pueblo, cenando en el Hostal donde se alojaba Campos o tomando algo en el Casino, pero que para nada le apetecía dejar tan agradable compañía. La visita a Antoñita le había sentado muy bien y se sentía eufórica y dispuesta a continuar, sí bien no contaba con el beneplácito de Josefina, que era muy poco dada a este tipo de "juergas".
Consciente de esta situación y dirigiéndose a ella, le dijo que pasarían primero por su casa para que pusiera en antecedentes a sus padres, ella también se percató que deberían echarles un cable a los nuevos "novios" y pasar por algún tiempo haciendo lo que se llamaba de "carabina" sobre todo por el que dirán de las gentes .
Todas las expectativas de los paisanos de Lorenzo quedaron rotas y minimizadas cuando vieron, anochecido ya, llegar a la plaza del pueblo a las dos parejas ya bien definidas. En el Jeep en los asientos delanteros el Capitán y Antoñita y detrás Josefina y Lorenzo. A nadie se le ocultaba que se trataba de un noviazgo imprevisto y no alcanzaban a relacionar que tenían que ver en ello tanto Lorenzo como Josefina. Pero dónde más impacto tuvo la presencia inesperada de las parejas fue en el Casino.
Todos los que estaban dentro, hombres y mujeres de toda edad y condición social, ya el Casino por suerte había dejado de ser para gente privilegiada, quedaron petrificados, asombrados, mudos.
La entrada casi triunfal, sobre todo de la figura de Campos con sus aderezos militares, fue suficiente para que bajara el tono de voz que poco a poco se iba restableciendo y miles de interrogantes flotaban en el ambiente.
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Antoñita que dominaba la situación del comadreo permanen-te del Casino, no en vano había sido idea suya la de ir a tomar allí algo, segura como estaba que sucederían al pie de la letra la es-cena que ahora estaban viviendo en directo, se acercó con soltura a una mesa, se sentaron e inmediatamente apareció un camarero para servirles, trató de explicar a Campos que en los pueblos una cosa como la que acababan de contemplar era moneda corrien-te y no había que darle mayor importancia.
Durante el tiempo que permanecieron fueron el centro de todas las miradas y motivo de todo tipo de cuchicheos, sonrisitas de las señoras que especulaban y configuraban auténticas películas y fantasías que podían dejar cortos a los mejores guionistas de novelas rosa, siempre especulando sobre la nueva pareja, pues a Josefina y Lorenzo, ya le habían cortado el traje a medida en su día.
Pasados dos días, Campos decidió que había que volver a sus obligaciones, así se lo comunicó a Antoñita prometiendo volver a visitarla tan pronto como le fuera posible. Fueron realmente días llenos de emociones nuevas, para ella porque Campos estaba de vuelta de esas cosas.
La despedida no fue costosa, más que una despedida, según pa-labras de Campos, era un hasta pronto. Fue lo último que dijo cuando pasó por la finca ya vestido con ropas de campaña que tampoco disgustaron a Antoñita, a quien sólo le faltó, si no hubiera sido una cursilería sacar el pañuelo y airearlo a medida que el Jeep se perdía en el infinito.
Estaba tan ilusionada y tan contenta que le faltó tiempo para llamar a su amiga Magda, amiga del alma con quien tenía en co-mún además de una gran fortuna, una soltería de por vida si Dios no lo remediaba. Quedaron para contarse con pelos y señales lo que al parecer había sido un milagro del cielo, en opinión de An-toñita.
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Antoñita y Magda permanecían sentadas en el mismo sitio de siempre del Casino, un lugar discreto semioculto a las miradas de la gente, pero como en una atalaya, desde la cual se podía divisar la calle y quienes paseaban por ella, lugar ideal donde tantas tardes grises de largos inviernos se habían abandonado a su destino, esperando tiempos mejores .
Se habían citado para que Antoñita contara a su amiga, que la miraba expectante con los ojos abiertos como platos, todo lo con-cerniente a sus relaciones con Campos, algo que al parecer a ella le estaba vedado. Todo eran elogios y halagos por parte de An-toñita que pintaba en sus alabanzas al Capitán, con todos y cuantos méritos adornaban a su Adonis: alto, rubio, ojos azules, buen porte, oficial del Ejército con mando en plaza, en fin un príncipe azul.
Magda no daba crédito a cuánto le contaba su íntima, sólo le faltó pedirle, le diera la fórmula mágica por la que había encontra-do semejante mirlo blanco; pero no hizo falta porque Antoñita comenzó a explicarle como lo que en principio parecía una simpleza, lo de madrina de guerra y todo eso terminó, bien sabía ella, en lo que suponía lo mejor que le había podido pasar en su vida. Le contaba, los meses pasados abundando en todo tipo de detalles, las cartas recibidas inflamadas de amor, así como las enviadas por ella, con igual desatino y locura fruto de dos almas gemelas.
En tanto Campos días después tuvo una fuerte represalia por lo que a él le parecía una nadería. Sus Jefes superiores le pusieron en antecedentes de que había cometido una falta grave, abandonan-do el puesto de mando, abusando de su autoridad y haberse ex-tralimitado en sus funciones.
Lo peor fue que el General, seguramente por pasar una jornada vestido en traje de campaña, había salido de improviso a visitar la posición que se suponía ocupaba Campos, llevándose un gran
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cabreo, cuando al presentarse en el campamento nadie supo decirle dónde estaba su Comandante en Jefe.
Esto provocó tal indignación en el General, que tenía una fe ciega en Campos, que de no haber mediado las amistades de las que gozaba Campos en las altas esferas, el hecho hubiera repre-sentado más que una represalia, tal vez un borrón en la limpia hoja de servicio del capitán y puede que un Consejo de Guerra.
Esta situación determinó que Campos tomara una postura radi-cal acerca de la vida militar, que se le antojaba un tanto ridícula e insufrible. Todo ello se lo contó a través de las cartas que casi a diario enviaba a Antoñita, sobrepesando su futuro inmediato y llegaron a la conclusión de que si era necesario, abandonaría la carrera militar.
Ahora ya tenía claro Campos cuál sería su futuro. Gozaba de la total confianza y amor de su novia y ella, le había aconsejado en más de una ocasión, que no tenía ninguna necesidad de estar aguantando carros y carretas en el ejército, sabedora de que tarde o temprano aquella vida no sería para él, pues tenía otros planes más acorde con su condición, caso de llegar a contraer com-promiso de matrimonio con ella.
Por tanto decididamente Campos rechazó un nuevo destino que consistía en mandar una Brigada Especial que sus Jefes le habían creado, con el sólo fin según su opinión, de trasladarle a raíz del incidente con el General y así, en cierto modo, castigar su conducta y de paso satisfacer la demanda del General. Presentada su renuncia, fue llamado por el Jefe del Alto Estado Mayor, para que ratificara y argumentara su decisión, que fue irrevoca-ble.
Su decisión inalterable en este sentido al parecer de los Jefes no cuadraba con su ejemplar hoja de servicio, y no acertaban a comprender como por un incidente de poca importancia, de orden
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menor al fin y al cabo, había tomado una determinación tan grave. Campos fue inamovible, argumentó razones de tipo personal que nada tenían que ver con el servicio.
Por fin fue liberado y dado de baja, a pesar de la insistencia del Coronel, que llevaba el asunto de su expediente que le aconsejó se tomara un tiempo muerto para ver con frialdad su decisión.
En cosa de un mes ya entrado el otoño, le llegaron los pa-peles de su baja oficial en el Ejército a petición propia. Le ofre-cieron puestos en las oficinas para prestar sus servicios como civil, pero él consciente de que más que otra cosa, lo que querían era premiar de algún modo su buen comportamiento, rechazó la pro-puesta.
No obstante se sintió halagado y agradecido con quienes se preocupaban por él hasta ese extremo. Un día dio una comida a sus compañeros y Jefes más próximos, le homenajearon a la ma-nera militar con una merecida despedida, dejando un montón de amigos, promesas y un puñado de buenos recuerdos enterrados para siempre.
Su asesor le habilitó en situación de excedencia temporal, por si algún día se arrepentía y pensaba volver al Ejército, con una paga suficiente para cubrir sus gastos en tanto iniciara alguna acti-vidad en la vida Civil. Campos volvió con su enamorada, esta vez sin el boato y la parafernalia del primer encuentro, siempre muy bien recibido por Antoñita y ahora con motivo, pues ya estaban hablando de fechas para la boda. Animados con esta novedad, pasaban el día embobados, preparando todo para la boda, fecha, invitados, ropas y lo más importante ¿Dónde y cuándo se iban a establecer?.
A campos nunca le faltaría de nada, de ello estaba seguro, pero él quería ser útil y trataba de encontrar un camino. Por el momento nada le impedía jugar a ser el novio querido y deseado
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de una niña bien, pero esa no era una situación seria para él, templada en mil hazañas. La nueva vida tenía que ser de tal manera que supliera las ansias de triunfos que pensaba había teni-do en el Ejército que ahora abandonaba. A mediados de Septiem-bre de 1963, se celebró la boda. A ella asistieron por parte de la novia un buen número de invitados y familiares de rancio abolen-go. Por parte de Campos, varios militares de alta graduación y pocos familiares un tanto desconcertados por tan súbita boda.
Además asistieron, Lorenzo, Josefina como invitados de ho-nor y Magda, que durante toda la ceremonia estuvo lloriqueando y moqueando de emoción, diciendo entre sollozos y dándose cuenta, que era consciente de perder a su única amiga, con la que no guardaba secreto alguno. El celebrante fue un Capellán Castrense, Capitán de la promoción de Campos, quien bendijo la unión, ale-grándose porque había llegado por fin la hora de poner término a las calaveradas de tan afamado solterón.
Durante el otoño permanecieron en la finca, haciendo planes, después de un viaje de novios por todo lo alto y mientras Campos iba poco a poco tomando conciencia de su nuevo estado. Paseaban juntos a caballo por el monte. Hacían una espléndida pareja, la gente consideraba el hecho como una auténtica historia de novela o de cine. Sobre todo cuando se les veía juntos, el llamaba la aten-ción, tal vez porque era más novedoso verle erguido en su caballo, tan elegante con un pañuelo anudado al cuello, con chaleco de fieltro de cuadros escoceses, descubierta la cabeza con el pelo a cepillo, era un resquicio militar al que Campos no renunciaría ja-más, probablemente el único recuerdo que conservaría siempre de su disciplina militar, así como sus brillantes botas altas con espue-las y una fusta en la mano que armonizaba tanto su figura, como desentonaba la de Antoñita, que resultaba un tanto rechoncha junto a la de él.
La historia duró tres meses más o menos, según comentarios de la gente del pueblo, era obvio que aquel sueño idílico no podía
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durar mucho, no era posible que se diera tanta felicidad con tanta facilidad. Lo que en cierto modo venía a aliviar la pena que pro-duce la envidia de la felicidad ajena por la que pasaban la mayor parte de las parejas del pueblo.
Tanta frivolidad no podía tener un buen final, decían aseve-rando en el Casino las mentes más retorcidas. Todos estos co-mentarios que corrían de boca en boca, estaban motivados porque: "al parecer", "por lo visto", "según dicen", "cuentan" etc.... habían puesto en la puerta de la finca "Los álamos" un cartel diciendo "SE VENDE" y ello había dado pábulo a toda suerte de comidi-llas en las que cada cual aportaba su granito de arena y de mala leche, vertiendo sus frustraciones e inventando un fracaso que realmente no existía.
La noticia fue aumentando como una bola de nieve y engor-dando tan exageradamente que el propio Lorenzo, licenciado definitivamente de los deberes militares y viviendo en el pueblo, tuvo que intervenir para defender a su, ahora amigo otrora Jefe, de tanta habladuría y desmintiendo que hubiera desavenencias con-yugales, nada más lejos de la realidad. Lo que se había producido era un drástico cambio de planes en el organigrama de la vida de la pareja.
Lorenzo era conocedor del asunto, con pelos y señales, no en vano le habían propuesto a él entrar a formar parte del mismo y naturalmente a Josefina, quien presumiblemente llegado el mo-mento sería su esposa. Campos y Antoñita habían brindado a la pareja la ayuda necesaria para llevar a efecto su boda, conscientes de sus menguadas posibilidades económicas y una vez casados, hacerse cargo de la hacienda de la finca "Los álamos" en tanto saliera un comprador, toda vez que ellos tenían pensado marcharse a Madrid, en donde también contaban y les prepararían trabajo a ellos.
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A Lorenzo no le hizo ninguna gracia tener que descubrir este pastel, pues era algo que todavía se estaban pensando la pareja y lo mantenían en secreto, pero se vio obligado a desvelarlo para que las malas lenguas callaran de una vez y dejaran de levantar tanto bulo ...
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CAPÍTULO VI
Bien planificado el cambio, Antoñita descubrió ante su marido, como no podía ser de otra forma, a D. José como se le llamaba en el pueblo, la importancia de su patrimonio, de lo que ella nunca había presumido y le había tenido siempre sin cuidado. Sus pose-siones en la capital de España, eran de tal calibre en extensión de tierras, en los extrarradios de la misma, que solamente se podían recorrer en coche o a caballo durante una jornada.
Sin embargo ella no alardeaba de tal, más bien al contrario, desde la muerte de sus padres había perdido todo interés por ellas. Medio abandonadas y en manos de un administrador, anti-gua amistad de su padre a quien apenas pedía cuentas, para que no se sintiera vigilado, había hecho siempre de las haciendas el buen señor mangas y capirotes, sin que por ello jamás fuera recrimina-do.
El pensamiento del nuevo matrimonio era, que una vez decidi-do a irse a vivir a Madrid, se harían cargo de las tierras y propie-dades, recuperarían las actividades que el mantenimiento de ellas requiriesen y además para Antoñita había llegado la hora, con la inestimable ayuda de su marido, de iniciar una auténtica vida , casi cortesana, de acuerdo a su rango y posibles económicos a la cual había renunciado casi de por vida. La finca de "Los álamos" tuvo rápidamente comprador.
De esta manera Lorenzo encontró cierto alivio, pues por una parte no quería desairar la confianza que D. José había
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depositado en él y en Josefina, al ofrecerles hacerse cargo del mantenimiento de la finca, con total y absoluta libertad para hacer y deshacer y por otra parte a Josefina ¡Maldita la gracia que le hacía !, tener que vivir en una casa que no estaba ni mucho me-nos pensada para ella que le gustaban las cosas bien hechas y en una casa así, aun con la ayuda de Lorenzo, además de Rogelio y la sirvienta, habría trabajo para todos, y más.
La compraventa se llevó a cabo ante notario, con un represen-tante debidamente autorizado de la Caja de Ahorros, entidad que adquirió la finca para fines sociales. En ella se proyectaba, a corto plazo, establecer una colonia de verano para los niños y niñas más necesitados de la región. El lugar reunía las condicio-nes, según el informe técnico.
Una mañana Antoñita seleccionó los mejores muebles, los en-seres más personales y más queridos por ella, unos los entregó a Magda, como recuerdo de una larga amistad, los más, embalados los envió a Madrid, a su domicilio ubicado en una zona muy cén-trica de la capital.
El resto de los objetos se pusieron en la escalinata del porche para sacarlos a pública subasta. Gentes del pueblo y de los alrede-dores de la comarca acudieron a por gangas sabedores de que en-contrarían piezas inaccesibles para sus economías, de no ser apro-vechando ésta ocasión. Los ganados se le entregaron a Rogelio así como el Land Rover en premio a su fidelidad y sus muchos años de servicio en la finca.
Hay quien asegura que tanto a él como a la señorita de servi-cio, además de mil cosas, se les entregó una buena suma de dine-ro suficiente para rehabilitar sus vidas, además de ofrecerles la oportunidad, rechazada por ambos, de irse a Madrid con los seño-res. Lo cierto es que llegó el día de la marcha. Magda dada a la lágrima fácil, no encontraba consuelo pese a la solemne promesa de Antoñita de visitarla con frecuencia. Además le ofrecía tam-
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bién poder ir a su casa de Madrid, dónde sería siempre recibi-da con los brazos abiertos. Pese a todo, desaparecieron de la vida cotidiana del pueblo. Al principio se tenían noticias de ellos a tra-vés de Magda y Lorenzo, pero poco a poco el tiempo fue borran-do su recuerdo y con el paso de los años, quedó en el olvi-do, que no en el corazón de Antoñita, que jamás olvidaría que gracias a aquel pueblo ahora se sentía inmensamente feliz y no podía pasar por alto lo mucho que le debía y lo que había supuesto en su vida la finca de "Los álamos”. D. José ya do-minaba totalmente la situación.
El paso de los años, no solamente le habían trasformado en pa-dre de una parejita de hijos, sino que además le habían dotado de conocimientos más que suficientes y amistades importantes como para no necesitar para nada su antigua profesión. Había realizado un inventario de las posesiones ahora ya del matrimonio. Unas las vendió, otras compró para agregarlas a las que ya poseía con lo cual había compuesto un mapa, que abarcaba una auténtica comar-ca. Su cotización en el mercado financiero y bursátil fue aumen-tando a medida que sus gestiones de compraventa también lo ha-cían.
Llegó a formar parte del Consejo de Administración de varias entidades bancarias, su potencial económico crecía por momentos, su buen ojo para las operaciones financieras era especialmente tenido en cuenta. En cuestiones de asesoría, a veces mirando sus propios, intereses, era una autoridad. En los ámbitos en que se desenvolvía era tenido por un pez gordo. Todo ese afán por tener y por figurar, fue separando en gran medida al matri-monio, tan dispar en sus quehaceres. Antoñita convertida en madre y ama de casa, apenas tenía tiempo para seguir el frenético ritmo de su marido, que por influencias externas y en virtud de su trabajo, cada vez estaba más distante. Campos se fue desen-tendiendo de su mujer y de la educación de sus hijos que había delegado en los colegios de elite de la capital, bastante tenía él,
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solía decir, con las obligaciones que le imponían atender la ha-cienda, como además tener que ocuparse de los niños.
La vida privada de D. José, empezó a ser cada vez más hermé-tica. Formaba parte de un grupo financiero, que aprovechando la coyuntura del momento, el desarrollo de la construcción en Ma-drid y amparado por varios titulares de carteras ministeriales, con-figuraban un gran Grupo, del que llegó a ser uno de los principa-les accionistas. Nombrado presidente del grupo y no parándose en barreras, tuvo la feliz iniciativa de regalar unos terrenos a sus an-tiguos compañeros del Ejército, todavía conservaba enlaces entre sus antiguos colegas de cuartel, hoy ascendidos todos con pues-tos de máximo relieve y responsabilidad en la Administración.
Todo ello le dio acceso para crear en torno a sus terrenos, va-rios acuartelamientos y residencias para oficiales, con lo cual los terrenos colindantes se revalorizaron pasando a ser de labranza o rústicos a urbanos en tan solo unos años. Su olfato para los nego-cios no conocía límites. Se hizo miembro de un grupo de construc-ción de viviendas planificadas por el Ministerio de la Vivienda, ofreciendo como aportación a la sociedad suelo urbano recali-ficado por el Ministerio. Grandes urbanizaciones y barriadas ente-ras que multiplicaron el valor de unas tierras que de no ser por ello hubieran continuado siendo de labranza. D. José Campos, no ca-bía duda alguna, había sobrepasado las fronteras en el mundo de los negocios, había demostrado tener conocimientos singulares, un golpe de vista para los asuntos relacionados con las finanzas poco comunes y por ello era reconocido su prestigio a la vez que su fortuna. Gozaba de un puesto, bien ganado, entre la crema de los adinerados y lejos de toda duda su palabra en asuntos de negocios era ley.
Cada vez más alejado de su familia y de los problemas, domés-ticos, se limitaba a facilitar cantidades ingentes de dinero tanto a su mujer como a sus hijos, lo que hiciera falta, sin preguntar, lo cual le concedía cierta autonomía, lejos de ser controlado por
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Antoñita, que cada día se encontraba más distante de lo ella había pensado sería una vida de matrimonio. Jóse, como ella le llamaba cariñosamente, ya no era ni sombra de lo que en un prin-cipio parecía. No es que no sintiera cariño por ella o por los niños, no, lo que ocurría es que se había entregado en cuer-po y alma al trajín de los negocios y la parcela familiar la ha-bía relegado a segundo plano. Sin embargo también había que re-conocer, decía Antoñita, que en casa había abundancia de todo, no se escatimaba nada, servidumbre, dinero, todo cuánto se le pedía, sin dudar era concedido de inmediato. Tal vez ella no era cons-ciente de que para D. José era más fácil echar mano de la cheque-ra, que preguntar por ejemplo sobre la marcha del colegio de sus hijos.
Ocurrió que un buen día, una de las que se llamaban "buenas, amigas" de Antoñita, con motivo de una visita casual, le espetó que corrían rumores acerca de que su marido frecuentaba en más de una ocasión lugares poco recomendables para su cate-goría y clase social. A lo que Antoñita no quiso dar importancia con el fin de no dar motivos a comentarios, entendiendo que se-mejantes puntualizaciones eran motivadas por envidia, pues ja-más en su matrimonio había habido ni un solo incidente de tras-cendencia.
Sin embargo, insinuaciones, llamadas telefónicas, cambios ob-servados en el comportamiento marital de Jóse, hicieron ponerse en guardia a Antoñita, que por otra parte daba por bien em-pleado el tiempo pasado a cambio del bienestar que su marido le había proporcionado dándole dos hijos que conformaban toda su vida.
No obstante estaba siempre atenta a los comentarios que pu-dieran minar el buen nombre y prestigio ganados a pulso por su marido. En contra de lo que ella creía, un mal día, que iba con una amiga de compras en un taxi, pudo comprobar y sufrir en sus pro-pias carnes, la humillación de ver a su marido en un coche, que
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paró casi paralelamente al taxi, en él iba D. José con una mo-renaza de larga melena y unos ojazos negros muy expresivos. Iban tan acaramelados como permitía la conducción del coche por parte de su marido, todo demostraba, excepto el coche que debería ser de la señorita, que había una confianza más que de amigos entre ellos. Por mucho que quiso disimular su enojo Antoñita, no pudo por menos que prepararle una gran bronca a D. José, cuando este se presentó en casa, como siempre como si nada hubiera pasado.
Cuándo se vio acorralado y las evidencias de aquel desliz eran innegables, toda vez que Antoñita aportaba datos tales como la hora, lugar y pelos y señales de la tal señorita, Jóse tuvo la inge-niosa idea, en eso era un maestro, de decir que en efecto la señori-ta a la que aludía en términos poco ortodoxos, era nada menos que la Secretaria de un ministro, que le traía a cuenta tener contenta, pues esperaba de ella favores tales como que le facilitara apuntes de muchísimo interés para sus negocios y que por ello se había limitado a llevarla a comer, lo cual proclamaba su inocen-cia, pues lejos de ocultarse de nadie, la prueba estaba en que lo había hecho a la luz del día.
Al parecer este tipo de explicaciones, si no tranquilizaron a An-toñita, al menos quitó hierro al asunto, que a todas luces y a priori le acusaban de infidelidad conyugal, como si él no tuviera ocasio-nes más propicias para realizar hazañas, de esta naturaleza... Otra cosa tendría D. José, pero palabrería para convencer a su mujer nunca le había faltado. Incidentes como este se repetía cada vez con más frecuencia y Antoñita, que a medida que había ido en-trando en años también lo había hecho en kilos, no podía por me-nos que si no permitir, al menos entender de algún modo la con-ducta de su marido. También es cierto que él jamás dio notoriedad a sus deslices y nunca faltó a la dignidad que su matrimonio re-quería, estaban sus hijos que junto con su mujer eran, según sus propias palabras, su mejor patrimonio.
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Con manifestaciones de este tipo siempre salía al paso de co-mentarios que sus amigos constantemente le hacían, conocedores de su doble moral y de las correrías que preparaba mejor que na-die. Quizá para premiar la fe que su mujer tenía en él o para que no menguara, un día la invitó a la inauguración o primera piedra de una urbanización para la construcción de mil viviendas, en uno de los terrenos de su propiedad. Asistían Ministros, Alcaldes y autoridades del mundo de la banca, pero él sería quien llevaría la iniciativa en la ejecución.
Para algo tenía más del cincuenta por ciento de la propiedad de esta promoción. La sorpresa que tenía reservada a su esposa, era que cuando se encontraban en el lugar, todos los interesados de la empresa esperando, apareció con su mujer, que desentonaba de las allí presentes, le cedió el honor, reservado para él, de ser ella quien pusiera la primera piedra y quien descubriera un cartel en el que se anunciaba la construcción de mil viviendas, que se llevaría el nombre de "Ciudad D.ª. Antoñita". Todos los aplausos y la distinción que provocó el hecho en Antoñita hicieron que se abrazara a su marido, emocionada y con los ojos llenos de lá-grimas, haciéndole saber que era la mujer más feliz del mundo. Mientras, seguían los aplausos y vítores para D. José, quien era muy dado a estas situaciones teatrales para hacerse perdonar, lo que según él, no eran infidelidades sino gajes del oficio. El éxito, el dinero y el prestigio estaban de parte de D. José.
Todo rodaba viento en popa. Los excesos en la comida, la be-bida, la vida nocturna y algún que otro permitido desliz, dieron al traste con su salud. Un día se sintió indispuesto, inmediatamente fue atendido por el médico familiar, quien le diagnosticó, que de-bía cambiar drásticamente en sus hábitos de vida, caso contrario la vida que llevaba daría con sus huesos en la tumba. D. José tomó realmente en serio la advertencia, trató de organizar su vida de una forma más coherente y delegar en su hijo, que ya tenía 20 años, parte de sus actividades para ir poniéndole al día en sus
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asuntos, "Difícil tarea para tan tierno infante" decían sus alle-gados, pero el tiempo y la paciencia harían el trabajo.
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CAPÍTULO VII
El destino quiso que D. José no conociera sus propósitos y un infarto puso fin a su vida. A una vida que parecía hecha para la eternidad. La parafernalia del entierro, el majestuoso panteón fa-miliar preparado desde siempre, el ofrecimiento de amigos intere-sados, los albaceas, los íntimos que siempre aparecen a última hora, no fueron motivos suficientes para evitar que Antoñita se hundiera en la más profunda de las tristezas, teniendo en cuenta lo que se le venía encima, negocios, familia, estatus…Su marido le había aconsejado de siempre, no confiar en nadie que no fuera D. Anselmo, Notario y amigo de la casa, que además de llevar los asuntos económicos, estaba al corriente de la vida privada de D. José.
A él recurrió para ponerse al día de los asuntos concernientes a su hacienda, algo que hasta el momento no le había preocupado sobremanera a Dña. Antonia. A la vista de ello, pudo percatarse de que su marido había incrementado notablemente el patrimonio familiar, al tiempo que descubrió algo que sospechaba, pero que nunca quiso pensar…D. José, su querido y ahora llorado marido, había tenido, lo que se llamaba en la alta sociedad, un desliz de juventud, y había un hijo de por medio, con pelos y señales, de la edad aproximada de su hijo José Ramón. Se sabía que vivía con su madre soltera, que gozaba de una pensión vitalicia a cambio de mantener el más absoluto secreto, bien guardado por parte de la madre, y buena prueba de ello era el hecho de que hasta el mo-mento nadie, excepto D. Anselmo, conocía esta circunstancia. Existía una cláusula en la que se ponía de manifiesto que caso de
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ser revelado este secreto dejaría de percibir la importante asigna-ción económica la parte afectada, por un hecho que se decía, había sido consumado antes del matrimonio de D. José con Dña. Anto-ñita, quedando así a salvo la dignidad y el honor de ella y de sus hijos, caso de que saliera a la luz pública.
Efectivamente Antoñita pasó por alto este asunto, que vio esta-ba atado y bien atado. Analizó montones de documentos, escritu-ras, contratos, sociedades, acciones, etc. Y resolvió que dada la complejidad del asunto y todo el embrollo que para ella significa-ba aquella situación, continuaría depositando la confianza en la gestión de D. Anselmo quien además había demostrado discreción absoluta, en un asunto tan delicado como el de su marido. Dña. Antonia quiso descargar su responsabilidad acerca de los asuntos de la familia en su hijo Moncho, para lo cual dio amplios poderes para ser representada por su hijo, en cuantos fueros le demandaran su presencia, pues para nada le agradaba tener que estar práctica-mente a diario en bancos, notarías, etc.
En el mismo documento notarial, hizo constar que gozaría la misma consideración de pleno derecho, su hija , para de esta forma no discriminarla en ningún sentido, si bien ésta decli-nó la responsabilidad en su hermano, con quien además le unía una auténtica relación de amigos. De esta forma José Ramón ad-quirió las responsabilidades que hasta entonces había ostentado su padre. Y José Ramón que tenía una dudosa formación, obtenida en los Jesuitas, pese a su poco interés en asumir el papel de ca-beza de familia, tuvo de manera forzada y prematura que respon-sabilizarse de los deberes que esta nueva situación le depara-ba, a raíz de la muerte de su padre. Lo suyo hasta ese momen-to habían sido las juergas, los viajes, los guateques y su pasión por los coches potentes.
Nunca le había faltado dinero para dar rienda suelta a sus instintos, su formación forzada había llegado al Bachillerato Ele-mental y luego, la poca preocupación por parte de su padre, el
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poco interés de su parte por los estudios, una novia a temprana edad, una recua de amigotes que le seguían a todas partes, riéndole sus gracias y chupando del bote abusando de su proverbial gene-rosidad, dejándose convidar constantemente habían hecho de él un esnob y creado un áurea de lujo a su alrededor, pero eso era todo.
Ahora en cambio se enfrentaba a la vida, con todo tipo de problemas y situaciones que él jamás había soñado, todo ello le llevó a tomarse muy en serio y con especial interés los consejos que una y otra vez le daba D. Anselmo, quien poco a poco, haciendo gala de una exquisita delicadeza, disimulaba la poca o ninguna preparación de Moncho para asumir la rienda de los negocios de la familia. Las frecuentes llamadas de teléfono y larguísimas charlas con Dña. Antonia, siempre que le era posible, pusieron en antecedentes de la situación, que para nada estaba hecha a la medida de su hijo, un cordero entre una manada de lo-bos, le decía con sarcasmo D. Anselmo, lo que creaba gran preo-cupación en ella, que poco o nada podía hacer para remediarlo, como no fuera confiar en la Providencia algo que ya venía hacien-do de siempre.
Ramón pasaba la mayor parte de su tiempo, entre papeles y documentos que apenas entendía, firmando cuánto le presenta-ban bien fuera de bancos, de Organismos Oficiales y sobre todo de la oficina de D. Anselmo, en quien tenía depositada toda su confianza y conocía perfectamente sus limitaciones a la vez que temía le cayera encima en cualquier momento una verdadera hecatombe. Moncho era consciente de la difícil tarea que tenía por delante y trataba a toda costa de involucrar a su novia comen-tándole las dificultades con que se enfrentaba a diario. Margari-ta, que era lista, sabía sobradamente los límites y carencias de su novio, aprovechó la ocasión para resaltar los valores de su hermano Julio Serrano, adornándolo con todo tipo de argumentos como que tenía recién terminada la carrera de derecho, amplísi-mos conocimientos en temas mercantiles y una pasión desmedida
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por los números y asuntos relacionados con la Bolsa e Inversio-nes, él era quien se ocupaba de los asuntos domésticos en lo to-cante a la cuestión económica de la familia, pues su padre que era un afamado letrado, siempre estaba en la Audiencia Nacional y le tenía encomendado la administración de la casa. Bastó una simple insinuación de Marga para que Moncho, entendiera de la disponi-bilidad más absoluta de su futuro cuñado.
Se pusieron de acuerdo, un acuerdo generoso por parte de Moncho, en la cuestión crematística y de la noche a la mañana, D. Julio Serrano de la Riva, asumió las funciones de representante secretario, eso sí, sin poderes o firmas que pudieran comprometer la definitiva aprobación de Moncho en la gestión, pero todo se andaría.
Sospechas confirmadas por D. Anselmo. Poco a poco, con pa-so firme, Julio fue ganándose la confianza de Moncho, no así la de D. Anselmo, quien veía además de un rival en él, un joven lleno de codicia y ansias de trepar a costa de lo que hiciera falta y advirtió a Moncho, cuál era su punto de vista acerca de quien aprovechando futuros lazos familiares, a poco que se des-cuidara le podía dejar literalmente en calzoncillos. Moncho que siempre tenía en cuenta, todo lo que viniera de parte de D. Anselmo, agradeció tanto interés en tenerle sobre aviso de lo que a él ni se le había pasado por la imaginación y que entendía lo hacía por la gran amistad que había tenido con su padre. Julio ocupaba prácticamente todas las horas del día el despacho, y tam-bién el sillón de Moncho, quien lejos de sentirse desplazado en-contraba alivio a sus muchísimos quebraderos de cabeza y monó-tonas horas pasadas entre papeles, legajos, planos y contratos se limitaba a estampar su firma, como siempre, confiando que obra-ban con él de buena fe.
Además gracias a la confianza que Julio se había ganado, ahora tenía tiempo para dedicarse a sus amigos, a su novia a divertirse, que era lo suyo. En la familia de los Serrano, estaban encantados,
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toda vez que a medida que pasaba el tiempo, tenían más conoci-mientos acerca de la saneada situación económica de la familia Campos y del propio José Ramón, que era una buena persona, quizá un tanto lelo, que pasaba olímpicamente de aparentar aun-que no le hacía ninguna falta. Dña. Asunción, mamá de la novia, se encargó de que “Monchito", como llamaba a su futuro hijo polí-tico, se decidiera a poner piso con vistas a la próxima boda. Ella con Marga, se encargaría de la decoración y de amueblarlo con arreglo a su clase social.
De esta forma tenía un buen pretexto para ocupar sus lar-gas horas, además de asistir dos veces por semana al Ropero Pa-rroquial. Hizo participar a sus amigas en la elección de los muebles y enseres de la casa, más que nada para presumir que el presupuesto no conocía límites. Localizaron un buen piso, grande, con mucha luz además cerca de la casa de los padres de Margari-ta, algo que a su madre le pareció de cine, si bien ahora solamente era un lugar que había que llenarlo de muebles, cortinas y cosas que configurarían lo que ella llamaba un hogar.
Con relativa frecuencia la pareja de novios iban a la casa para ver la marcha del mobiliario, el portero que controlaba el tiempo que tardaban en devolverle las llaves hacía conjeturas acerca de lo bien que se lo pasarían la parejita, todavía sin estar casados oficialmente, lo que daba motivos de largos comentarios en las tertulias de patio que formaban los porteros de fincas colindantes y que conocían, a veces mejor que los propios ve-cinos, con todo lujo de detalles lo relativo a sus vidas.
El portero de D. José Ramón, era servil hasta el extremo. Tenía atribuciones para entrar y salir a discreción, cuando la situación lo requiriera, sobre todo cuando venían a traer algún mueble, corti-nas, lámparas o cualquier otra cosa, para algo era él depositario de la confianza y de las llaves de su señorito y del piso, algo que por otra parte no le hacía ninguna gracia a Marga y D. José compensa-ba constantemente, por su "desinteresada" disposición. De esta
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forma, el portero llevaba cuenta de cuántos electrodomésticos, aparatos, muebles, alfombras, enseres de decoración entraban en aquella casa y que siempre venían a cargo de la cuenta de D. José Ramón, no es que a él le fuera nada en el asunto, pero siem-pre las facturas pasaban a cobrarlas directamente al despacho que regentaba D. Julio, el hermano de la señorita Serrano.
Aquel piso lejos de convertirse en nido de “amor" que Marga pretendía, era un lugar estupendo para fiestas, guateques, picadero para los amigos de Moncho, que lo habían tomado como suyo y era visitado con frecuencia por algunos de ellos. Paco el portero, siguiendo instrucciones del dueño del piso, entregaba las lla-ves a todo aquel que acreditara pertenecer al "clan" o bien pre-vio aviso de D. José por teléfono para que permitiera el acceso al mismo.
Al parecer Margarita queriendo acabar con aquella situación que no le proporcionaba más que disgustos, proponía a su novio pensar en serio fijar una fecha para la boda, toda vez que no exis-tía inconveniente alguno, tanto en lo afectivo como en lo econó-mico. Todo esto venía propiciado porque en alguna ocasión, pese al cuidadoso y escrupuloso trato que daban al piso y sus cosas, quienes pasaban allí alguna velada, Marga había encontrado indicios fehacientes de que allí ocurrían "cosas" que no estaba dispuesta a soportar un día más .
Pero Ramón no estaba dispuesto a renunciar a su libertad y sus juergas con los amigos y no le apetecía para nada someterse al control férreo que apuntaba su querida novia. Ella por el contrario, no se recataba a la hora de censurar la conducta de sus amigotes y que presumiblemente no estaba muy lejos de ser la misma de su novio, pero por miedo a contrariarle, no tenía más remedio que aguantar aquella situación. Todo se ponía a su favor, la casa ya estaba completamente amueblada, tenía todo lo necesario para empezar una nueva vida. Enseres, electrodomésticos, libros, diva-nes, cortinas, lámparas, vajillas todo de acuerdo con el talante de
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ella y de su madre que había colaborado "desinteresadamente" en esta ingrata labor, poniendo a su servicio su larga experiencia de tantos años de vida casada.
En cambio en casa de Moncho, no había prisa alguna por que llegara ese día. Eran conscientes tanto la mamá como su hermana de la inmadurez manifiesta del novio y daban por seguro que Marga, una buena chica sin duda, lo que pretendía era cazar cuan-to antes a Moncho. No cabe duda que la gestión de Julito Serrano, servía para que Moncho no solamente estuviera tranquilo respecto a la marcha de sus negocios, si no que dada la familiaridad que les unía, apenas aparecía por el despacho de la oficina en la que estaban centralizados los asuntos relativos a sus múltiples actividades. Solamente cuando Julio insistía, en que debía de fir-mar papeles, era cuando acudía después de muchas llamadas, re-cados y tiempo empleado en localizarle, lo cual daba alas a Julio para hacer y deshacer a su antojo, sin pasarse mucho para no per-der la confianza. Con ocasión de salir en venta el garaje que ocu-paba la planta baja del edificio en el que Moncho había adqui-rido el piso, Julio gestionó la compra por su cuenta y cuando hubo concertado las condiciones, y sólo entonces, ofreció partici-par a su futuro cuñado.
Este que conocía las habilidades y olfato para los negocios de Julio, no dudó un instante en llevar a cabo la operación pensando que de esta manera quedaría vinculado de por vida, sino como cuñado, al menos como socio. Lo que no alcanzaba a sospechar Moncho, es que fue él quien pagó la totalidad de la compra y que sin embargo era solamente dueño de pleno derecho del cincuenta por ciento de esta ganga, como decía con recochineo Julito Se-rrano en el círculo de sus amistades. Cada día era más la depen-dencia de Moncho de las gestiones de Serrano, que había estable-cido su cuartel general en el garaje, en el entresuelo del mismo, como una atalaya desde cuyas vidrieras estaba al cabo de cuanto entraba o salía del mismo.
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Obtenía mensualmente una buena renta de la estancia de vehículos que encerraban a rebosar el garaje, dado que la zona de ubicación era de alto poder adquisitivo y los usuarios perma-necían abonados a perpetuidad. Sin embargo a la hora de efectuar la liquidación de beneficios con Moncho, había gastos de: Per-sonal, seguros, primas de riesgos, gastos de luz, teléfono, mantenimiento y limpieza, etc. Que cargaba a la partida de su so-cio...
José Ramón, notaba que su cuenta de resultados no correspon-día a su inversión, sin embargo lo daba todo por bien empleado, a sabiendas de que Serrano llevaba bien sus “papeles” a los que tenía verdadera alergia y representaban para él una misión imposi-ble. Mientras tanto Marga que conocía bien las condiciones de su hermano para las gestiones de administración, deseaba a toda cos-ta la aceleración de la boda y quería tomar en cierto modo las riendas de lo que a todas luces representaba un “chollo” para Julio. No estaba dispuesta, llegado el momento, a dar más cuerda al asunto aunque en definitiva, todo quedara en casa.
Serrano había conseguido en corto espacio de tiempo, aunque reconociendo que a costa de su trabajo, un estatus envidiable. Ha-bía adquirido un coche deportivo de importación, el cincuenta por ciento de la propiedad y explotación del garaje y se disponía a ahorrar, pese a su tren de vida, para un buen piso. Su hermana, le advirtió que sus ostentaciones, a todas luces escandalosas, no ten-drían un buen final. Julio engreído en su éxito confirmaba que todo ello era fruto de su trabajo y que era él el primer interesado en tener sus cuentas al día y con meridiana claridad, opinión que desgraciadamente aseguraba D. Anselmo no compartir con él.
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CAPÍTULO VIII
Dña. Antonia se había trasladado con su hija a otro piso, tam-bién muy céntrico aunque no tan grande y más moderno que el anterior.
Un día recibió una sorprendente carta, por lo inesperada y porque además le traía recuerdos de su Juventud y tiempos de ensueños. Josefina le escribía suplicante, necesitando ayuda para un hijo suyo. A grandes rasgos le contaba a la señorita, para ella todavía, porqué se había atrevido a escribirle: Hacía seis años que había enviudado de Lorenzo, que murió con 45 años y dejo nada menos que tres hijos, dos varones y una niña. La niña tenía
20 años, más o menos la de su hijo, le decía, un varón de 16 años y otro pequeño con apenas 12, total que le había tocado una posición ante la vida nada fácil, trabajaba en una fábrica tratando de sacar la familia adelante con la inestimable colaboración de su hija mayor, que haciendo limpiezas y ayudando en casa, permitían que ella se dedicara a echar horas en la Fábrica de paños, cuando era posible.
El caso que motivaba su carta, era pedirle si podía hacer algo en relación con su hijo Agustín, el mayor, que se había ido de casa, ante la situación y la carga que representaba para la familia, había decidido irse a Madrid por su cuenta y tratar de abrirse ca-mino en la vida.
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Ella sabía por familiares que andaba de acá para allá sin encon-trar trabajo estable, entre otras razones porque a raíz de la muerte del padre, se había visto obligado a dejar los estudios que mer-ced a una beca cursaba interno en un colegio de curas. Su educa-ción y su condición, no le permitieron seguir estudiando, pues a pesar de la beca, ello suponía un esfuerzo por parte de la familia que su conciencia no pudo consentir.
De esta forma, al dejar los estudios, sin oficio ni beneficio llegó a la conclusión de solucionar el problema, tal vez de la forma más difícil, con la huida hacia delante. Una noche se marchó del pue-blo sin dar explicaciones a nadie.
Tantos recuerdos le traían a Antonia, aquellas sinceras letras de Josefina que no pudo por menos de contestarle de inmediato. Y no sólo eso, sino que como era costumbre en ella, además de ofrecerle su incondicional ayuda, incluyó en el sobre dinero, para que le comprara cualquier cosas a los niños... Agustín andaba un poco perdido, angustiado y desesperado ante el panorama que la gran Capital le ofrecía.
Lejos de resultar las cosas como él había soñado, habiendo de-jado su casa, su pueblo, sus amigos, su novia, había sido engullido por la maquinaria de la Ciudad en la que tan difícil era llegar a ser otra cosa que un simple número más de los miles que pululan en ella.
Agustín pensaba: ¡Qué distinto todo! ¡Qué difícil era lo que pa-recía en el pueblo tan fácil!, ¡Cuánta gente para tan pocos puestos de trabajo!, ¡Cuántos recuerdos!, ¡Cuántas nostalgias! Hasta lá-grimas le costaba todo aquel agobio, todavía reciente aquella Noche-Buena, en aquella pensión del tres al cuarto, con habi-tación interior, compartida con otra persona a la que siquiera lle-gó a conocer, porque tenía trabajo de noche y dormía durante el día, con lo cual nunca coincidió con él, y ni falta que hacía.
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No obstante, no podía volver al pueblo y ser el hazmerreír de las gentes, no podía volver porque además su futuro allí era tan oscuro como el que tenía por delante, además con menos posibi-lidades y también porque conocía muy bien el trato discriminato-rio de que eran objeto, aquellos que por desgracia un día tuvieron que abandonar la aventura que ahora él iniciaba, arrojar la esponja y volver con el rabo entre las patas, suponía publicar su fracaso a los cuatro vientos.
Agustín había tenido que recurrir a sus familiares, ya no le al-canzaba el poco dinero que ganaba, haciendo chapuzas, llevando encargos de las tiendas y puestos del mercado, arreglando cosas de carpintería, lo que le salía, es decir nada, tan poco que no podía ni pagar la pensión tan cutre como en la que vivía. Sus tíos le hicieron un hueco en su pequeña vivienda y además con familia numerosa, pero en estos casos los lazos, familiares están por encima de todo, cómo recuerda aquel refrán de su tía que de-cía: "Vale más una gota de sangre que cien años de amistad". No solamente le tendieron la mano, sino que además de mante-nerle, buscaron un taller para él, donde en principio tenía ase-gurada una cantidad que le permitía colaborar a la economía do-méstica, siempre resentida por el número de miembros que la componían.
Como sus conocimientos en lo de la carpintería, eran muy pri-marios, debido a que había comenzado ya de mayor por haber tenido que dejar los estudios, poco menos que a la fuerza, no pros-peró en el taller y le aconsejaron fuera buscando otra cosa, pues aquello no era lo suyo. De una forma muy suave para no herirle en su ego, el encargado del taller le comunicó a su tío, por quien había entrado en el taller, y hacía horas allí, que no podían estar pagando un sueldo, pequeño pero que no rendía beneficio alguno para la empresa, o lo que es igual que no interesaba.
Y como a perro flaco todo se le vuelven pulgas, se quedó nuevamente sin trabajo, sin dinero y lo que era todavía
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peor sin ánimos para seguir luchando. Esto le obligó a plantearse de nuevo su situación y recurrir a su madre, como siempre. Para entonces, para cuándo llegara ese momento, las madres que siem-pre están a la que salta, ya tenía medio concertada una entrevista con Dña. Antonia. Pues Josefina a través de varias cartas había llegado a la conclusión de que Dña. Antoñita, realmente estaría encantada de poder devolverle, por agradecimiento, los favores que en su día ella había recibido y así se lo había hecho saber en reiteradas ocasiones.
Tragándose el orgullo, reconociendo su incapacidad para salir adelante por sus propios medios, como él hubiera deseado, no tuvo más remedio que una mañana, vestido con sus mejores galas, presentarse con una carta de su madre en casa de la tal Dña. Antoñita, de la que Agustín había oído hablar en alguna oca-sión muy por encima, a quien tan siquiera conocía personal-mente en quien sin embargo tenía puestas sus últimas esperanzas. En un lujoso apartamento, en lo más céntrico de Madrid, el porte-ro mandaba aviso a Dña. Antonia de Campos y Fidalgo, como rezaba un letrero de la puerta del 3º A., de la llegada de un joven que preguntaba si podía ser recibido y llamarse Agustín.
Mientras el portero a través de un teléfono interior solicitaba permiso para dejarle pasar, él se arreglaba el cuello de la camisa, ponía orden en su corbata ante la gran luna que estaba situada en el recibidor de la portería, con el fin de causar buena impre-sión en la señora, en quien esperaba encontrar fortuna para salir adelante en la aventura que hasta aquel momento no le había traí-do más que dolores de cabeza, disgustos, hambres y desengaños. De esta forma, rezando por el éxito de su entrevista, fue acompa-ñado por el portero hasta las mismísimas puertas, de lo que a Agustín se le antojaban las puertas del Reino.
En efecto, allí a la salida del ascensor, estaba esperando una muchacha de servicio con su uniforme impecable, quien acompa-ñó a Agustín hasta un vestíbulo, amueblado a la última, con todo
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lujo de detalles: Espejos, cuadros y divanes, rogándole esperara un poco en tanto avisaba a la señora de su presencia. No se hizo esperar Dña. Antoñita. Apareció vestida con atuendos de lujo, pero de andar por casa, sin embargo, en opinión de Agustín deno-taban un exquisito gusto a pesar de su edad.
Agustín se levantó como una ballesta, una vez se percató de su presencia pues andaba un tanto distraído en la contemplación de un hermoso cuadro, que representaba una batalla y le había llama-do poderosamente la atención. Previos saludos y sonrisas un tanto forzadas, la señora le indicó le acompañara a un saloncito anexo al recibidor y separado por una especie de fuelle o biombo.
Agustín un poco aturdido, al darse cuenta de que era motivo de atención por parte de la señora, apenas reparó en que muy próxi-mo a la estancia había otro salón contiguo más grande y en un sofá tendida cuan larga era, estaba una señorita. Se trataba de la hija de Dña. Antonia, que se entretenía en rascar más que tocar la guitarra que tenía entre sus brazos.
Cuándo la señora quiso presentársela, ésta se levantó desperezándose y tratando de quitar importancia a la visita, pues enseguida volvió a tomar su posición anterior, como si con ella no fuera la cosa. La señora, que conocía el motivo de la visita de Agustín, seguramente que para darle confianza le decía:"¡Bueno! Así que tú eres Agustín... ¡No hacía falta preguntar de quien eres hijo! ... pues tienes la misma cara de tu padre.
Agustín asintió con una sonrisa, que delataba su nervio-sismo y el esfuerzo que estaba haciendo para no parecer descor-tés, ante la situación que le colocaba en desventaja, pues venía a pedir y le caía la mar de antipática aquella señora, pero no tenía más remedio que aceptar. La señora continuó diciendo:
"Ya me ha puesto tu madre en antecedentes de tu vida, de lo difícil y mal que está todo para un muchacho cómo tú, más educa-
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do para el estudio que para el trabajo y aún más difícil encontrar algo a tu medida”. Así que tú me dirás, en que te gustaría traba-jar, si tienes alguna preferencia, y veremos el modo de poder ayu-darte, dado que tenemos una lejana pero sincera amistad con tu madre. Es lástima que no viva mi marido, porque tenía muchos contactos e influencias y hubiera sido más fácil. Continuó la visita, un tanto protocolaria y forzada, por lo que Agustín tratando de acortar aquella situación tensa, tomó la iniciativa diciendo: "Bueno, si a Ud. le parece bien, le dejo la dirección y el teléfono de mis tíos, con quienes vivo ahora y cuándo tenga Ud. Alguna cosa para mí, me lo hace saber, yo en nombre de mi familia y en el mío propio, le agradezco de antemano su interés y las mo-lestias que se tome y trataré de no defraudarla". La señora tomó estas últimas palabras como un cumplido de la buena educa-ción que demostraba tener Agustín y prometió tenerle al corrien-te sobre el particular.
En definitiva, que Agustín se fue como había ido, sus esperan-zas frustradas y vuelta a empezar, otra vez los anuncios del pe-riódico, llamar a los amigos por si había algo, etc....Total lo que más rabia le producía, era haber tenido que claudicar y pasar por el bochorno humillante de suplicar a una señora que ni conocía y que probablemente ni se acordaba de su madre, pues bastante ten-dría ella con sus problemas de casa y sus hijos. Vaya forma de perder el tiempo.
El resto de la mañana la pasó deambulando de un lado para otro, sintiendo en lo más profundo de su ser la desesperación que produce no poder solucionar lo que para él era un problema cró-nico, lo del trabajo, lo de siempre. Además tener constantemente presente lo que representaba un trabajo en su vida, fuera bueno o malo, como único medio de subsistencia. Junto a él pasaban chi-cos de su misma edad, alegres, dinámicos, con una sonrisa de ore-ja a oreja, unos con el periódico bajo el brazo, bien vestidos, fu-
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mando, otros con sus parejas, rebosando felicidad, contando las últimas incidencias del fútbol.
En el metro, en esto Agustín se fijaba muy especialmente, veía a los chicos con atuendos a la última, bastaba un detalle, un cinturón, una pulsera, un llavero colgante, unos tenis o unos teja-nos para enseguida hacer comparaciones y darse cuenta de lo lejos que estaba de parecerse siquiera un poco a ellos. Se sentía humi-llado, sólo, desgraciado, diferente y este tipo de encuentros acen-tuaba más sus complejos. ¿Durante cuánto tiempo tendría que soportar esta situación? ... ¿Cuánto habría de pasar hasta conse-guir vivir como uno de aquellos chicos ?... Además estaba el asun-to de su novia Inés, a la que poco menos había abandonado, pues a ella siempre le pareció un error de libro que dejara de la noche a la mañana, sin previo aviso su familia, su trabajo, sus amigos, to-do.
Pensaba Agustín que habría de pasar mucho tiempo para que tanto ella como su familia, entendieran que no había otra alterna-tiva para él, llevando a cabo lo que había hecho y tal vez aunque nunca le perdonarían el tiempo le daría la razón. Además lo que tenía bien claro, es que no podía volver al pueblo y reconocer su fracaso, que a él no le importaría, pero pondría en evidencia y en ridículo precisamente a los seres que él más quería su familia, sus amigos y su novia, así que de momento pese a un nuevo fracaso, habría de intentarlo una y otra vez hasta salir con el empleo. Des-pués de todo el día, por ahí, mascullando en su interior, su mala suerte, Agustín llegó rendido a casa, donde debía librar la batalla de todos los días, convivir de buen grado pese a sus problemas, con la familia, sus primos y tíos que no merecían tener que so-portar además de sus propios problemas los de él, que al fin y al cabo, se los había buscado él solito y sin ayuda de nadie, por tanto se tenía que cuidar mucho de manifestar sus frustraciones y su estado de ánimo , que por otra parte no podía ser otro que el de una constante inquietud por su porvenir. Nada más llegar a casa,
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anochecido, su tía le espetó: ¿Dónde andas?, que han llamado pre-guntando por ti y no he podido darles razón. Agustín no le dio importancia, sería algún amigo y estaba él como para atender a amigos.
Su tía mientras le ponía la cena, le dijo que había llamado un tal José Ramón, hijo de Dña. Antoñita, que quería hablarle o verle, que se pusiera en contacto con él lo antes posible, que llamara al teléfono de su casa.
No daba crédito Agustín a lo que estaba oyendo, cambió su ca-ra, se iluminó su rostro, todo él vibraba emocionado, pensando, volando su imaginación, sin pararse a pensar que tan sólo se tra-taba de una llamada. Quería pensar, que se había producido el milagro. ¿Quién se atrevía a decir que no existían los milagros? ¿Qué sentido tendría, si no era para hablarle de un empleo, que le llamara el tal José Ramón?.
Esa noche apenas pudo pegar ojo, construyendo castillos en el aire. Ya se veía a él mismo como a los chicos que tanta envidia le daban, ya iba a tener como todos ocupación fija, unos ingresos concretos, podría vestirse a la manera de la ciudad, ir al pueblo en alguna ocasión, dar una sorpresa a su novia que nada más verle le perdonaría todo, la escribiría maña, eso... mañana cuándo ya tu-viera algo más concreto, la escribiría dándole la buena nueva.
Pasaron las largas horas de la noche, llegó la mañana, no quería parecer deseoso de llamar que se le viera el plumero de su necesi-dad, dejó pasar una hora y a las diez, no pudo aguantar más y lla-mó al teléfono de la señora. Le dijeron que no estaba D. José Ra-món, pero había dejado el recado de que si llamaba le dieran el teléfono del despacho.
No encontraba papel y bolígrafo para escribir el número de teléfono, le temblaban las manos, su tía que estaba en todo le fue tomando nota desde la cocina del número que él repetía para
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que ella anotara. Cuándo ya lo tuvo, pensó que mal principio era que , tal vez su futuro jefe, pensara que se levantaba a las tantas, cuándo él con menos necesidades o ninguna ya llevaba trabajando varias horas ...Lamentó Agustín no haberle llamado antes, puesto que de ninguna manera quería dar una falsa imagen y menos mo-tivos para especulaciones sobre su persona que en nada le favore-cían. Llamó inmediatamente, todavía no había desayunado, pero no quería perder más tiempo y tal vez la gran ocasión de encon-trarse, con un trabajo.
Latía su corazón tan fuerte que se podía percibir a través del te-léfono. Al otro lado del hilo, la voz de una señorita respondía: ¿Dígame?, sí, es el despacho del Sr. Campos, ¿Qué deseaba? y Agustín contestó: Dígale que soy Agustín, el chico de quien está esperando una llamada, que he llamado a su casa y me han dado este teléfono... Un momento por favor, volvió a contestar la señorita. Segundos que a Agustín le parecieron eternos, ahora pensaba estará en una reunión importante será el peor momento para ocuparse de mi asunto, pensará que vaya horas de comenzar el, día, etc.
Salió de sus pensamientos cuando al otro lado del teléfono con-testó una voz, autoritaria o al menos acostumbrada a solucio-nar los problemas de un plumazo, que decía ¡Oye! ¿Puedes ve-nir a verme?, me ha hablado mi madre de ti y tengo un asunto que tal vez pueda interesarte... a lo que Agustín sorprendido solo supo contestar: si, si... ¿Cuándo le parece que vaya a verle?... y él le contestó: pues ahora si quieres, todavía voy a estar aquí un par de horas a lo cual contestó Agustín: de acuerdo, voy para allá. Con la emoción y los nervios de la conversación, Agustín, se percató nada más colgar el aparato, que no sabía la dirección dónde debe-ría presentarse antes de dos horas, sólo faltaba que en esta segunda oportunidad también fallara y sería el final.
Tan imperativa le pareció la voz de aquella persona, que sola-mente le dio lugar a pronunciar monosílabos, tan siquiera se le
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pasó por la cabeza preguntarle dónde se encontraba su despacho para no parecer pacato o gilipollas. Lo que más le dolió a Agustín era el tuteo con que le había tratado aquel señorito de mierda, que siquiera le conocía y le había tratado como a una persona de terce-ra categoría. Cuándo su tía le vio contrariado por no saber a dónde dirigirse, le animo diciéndole que eso se arreglaba volviendo a llamar otra vez y la señorita le daría la dirección. Estaba tan ner-vioso y atenorado, que ni siquiera una solución tan fácil se le ha-bía alcanzado.
Así lo hizo y la voz amable, pero ficticiamente amable, estudiada, le puso al corriente de dónde debería dirigirse. Ya se-reno y tranquilo en el metro con dirección a la calle indicada, Agustín, iba lleno de dudas, pensando de qué se trataría el asunto, estaba claro, al menos para él que no podía ser otra cosa que pro-porcionarle un empleo. Aunque no podía por menos que rebelarse ante la situación de inferioridad y el trato casi despectivo que le había dado el tal Sr. Campos. En todo caso dado su estatus, reco-nocía Agustín, que era normal su comportamiento autoritario, de-notando cierto poder y acostumbrado a mandar y resolver asun-tos de una forma rápida, con seguridad, como los ejecutivos, sin pararse en barreras...Cuándo quiso darse cuenta, el metro había volado, estaba frente a la estación de su destino. Bajó maquinal-mente, como casi siempre, salió a la misma calle que buscaba, trató de encontrar el número de la misma que le había facilitado la señorita.
En un instante se encontraba ante, ¿Su futuro ?... Tal vez...
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CAPÍTULO IX
El lugar era un garaje, un enorme garaje, con una rampa pro-nunciadísima, una boca de lobo al final rematada por unos blancos azulejos hasta el techo y donde un operario estaba la-vando un coche, con una manguera a presión y calzaba unas botas altas de goma de las llamadas Katiuskas.
En el entresuelo al que se accedía por unas escaleras de hie-rro, con peldaños de madera, se llegaba a una oficina con todo el frente de cristales, opacos a la altura de un metro. Agustín entró en el garaje, bajó hasta donde se encontraba el operario lavando un coche, le preguntó por D. José Ramón y este le indicó que tenía que preguntar arriba, señalando, en la pecera dijo, nombre familiar con el que conocerían la oficina.
Allí se dirigió, subió las escaleras, pidió permiso para entrar y una señorita, probablemente la misma que le había atendido por teléfono, le dijo que pasara. Agustín se presentó como la persona que había contactado hacía unos momentos por teléfono y deseaba hablar con el Sr. Campos.
La señorita le indicó tomara asiento en uno de los sillones que había junto a una mesita baja repleta de revistas de coches. Mientras llamó por uno de los teléfonos que tenía encima de la mesa a otra dependencia y comunicó su presencia, debieron con-testarla en sentido positivo, porque dirigiéndose a Agustín con exquisita amabilidad le aseguró, sería recibido enseguida.
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La señorita continuó con su trabajo, como si nada hubiera cambiado, siquiera la presencia de Agustín, siguió atendiendo llamadas del teléfono con tal soltura y facilidad que llamó mu-cho la atención de Agustín, sobre todo cuando respondió a una llamada, diciendo: ¡No! D. José Ramón no se encuentra en estos momentos aquí, llame por favor más tarde.
Lo cual desconcertó a Agustín que para nada entendía, como se podía mentir con tanto convencimiento, si no, a ver quién le iba a recibir a él entonces. Siguió hojeando revistas, esperando hasta que Dios quisiera... Miraba furtivamente las torneadas piernas de la señorita, que asomaban por debajo de mesa de trabajo, ahora escribía a máquina, también deprisa y con gran facilidad. Se abrió de pronto la puerta de una dependencia contigua, había un despa-cho y Agustín pensó sería el lugar dónde sería recibido por el Sr. Campos.
Un joven más o menos de su edad apareció semi espaldas a él, hablando con alguien que permanecía en el interior, mantenía la puerta entreabierta al tiempo que continuaba hablando y suje-tándola por la manilla.
Se volvió, todavía sin cerrar la puerta, y dirigiéndose a Agustín, que trató de levantarse, le indicó permaneciera sentado, se sentó a su lado diciéndole: “No te levantes hombre, y fue directamente al grano, sin más explicaciones. Agustín tuvo que adivinar, por el tono de voz que se trataría del tal D. José Ramón a quien otros llamaban Sr. Campos. ¡Bueno!, comenzó diciendo aquel joven, que ni siquiera se había presentado, daba por sentado que le cono-cerían sobradamente, quienes hablaban o eran recibidos por él. Continuó diciendo: ¿Así que quieres trabajar, no? y sin dar tiempo a que Agustín dijera una sola palabra, dijo: Tengo aquí un sitio para ti, ¿Te gustará trabajar en el garaje?...Agustín, aturdi-do, anonadado contesto: sí, sí, claro, no era capaz de pronunciar otra cosa que monosílabos y no encontraba el medio de hilvanar una conversación, se le habían roto todos los esquemas ante la
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arrolladora y autoritaria presencia de aquel tío que apenas le daba tregua a pensar o reaccionar.
En fracción de segundos, Campos le dijo: Acompáñame voy a enseñarte el garaje y bajando las escaleras a velocidad de vértigo, le llevó hasta el lavadero, le presentó maquinalmente y por encima al empleado, que continuaba lavando coches uno tras otro. Entraron en una nave grande, iluminada pese a ser semi-sótano, gracias a unos lucernarios que daban paso a la luz de la calle y a una innumerable hilera de tubos fluorescentes, que pro-ducían el efecto de ser siempre de día.
Casi sin respirar el Sr. Campos continuaba poniendo en antece-dentes a Agustín, sin apenas mirarle a la cara, sin dejar de ir de una estancia a otra, explicándole por encima en qué consistiría su trabajo, que eso sí, le aseguraba ser muy fácil. A él, le decía Cam-pos, lo que le interesaba era tener en el garaje una persona de su confianza, confesándole, tal vez para animar a Agustín, que últi-mamente estaba mosqueado con la marcha del garaje, pese a que le insinuó lo llevaba su futuro cuñado y a quien ahora le presen-taría.
Le dijo que su trabajo consistiría en ser guarda de noche, lo cual le confería la facilidad de tener todo el día libre, eso sí, aña-dió: excepto los domingos, día en el que tiene que librar Paco, el otro operario a quien ya conocía de haberle visto en el lava-dero. Las condiciones y el sueldo serían igual que las de Paco, pese a ser más antiguo y con experiencia, para compensarle que el trabajo fuera de noche y los domingos de día y de noche. Además, añadía Campos, aquí las propinas son espléndidas, so-bre todo por Navidad y eso también había que tenerlo en cuenta.
Luego le comentaba que para que la noche no se le hiciera tan larga y pesada, como podía parecer, había que limpiar y lavar una serie de coches que estaban abonados a limpieza. Tanto por fuera como por el interior.
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Campos, tratando de restar importancia a lo que a Agustín le estaba pareciendo, poco menos que una misión imposible, pues él nunca las había visto tan gordas . Le daba confianza di-ciéndole, que ya le explicaría con todo detalle el Sr. Serrano el resto de sus funciones. Subieron de nuevo a la oficina, esta vez le pasó dentro del despacho, donde estaba el Sr. Serrano, a quien le presentó al tiempo que le preguntaba: ¿Oye cómo te llamas, a todo esto, que no me he dado cuenta?.
A lo que Agustín con un disimulado abatimiento y haciendo de tripas corazón le contestó: Soy Agustín hijo de Lorenzo y Josefina a quienes sus padres bien conocían.
Bien pues eso es todo, respondió Campos, ya te llamaré para que puedas venir, el lunes, pues hoy es viernes y así empie-zas la semana completa. En esta ocasión, le tendió la mano y Agustín, no supo ni se atrevió a decir nada, y menos a llevar la contraria a quien apabullándole le había puesto fuera de combate en todos los sentidos.
Volvió al metro, en el silencio de su soledad, recapacitó y vi-sionó la fugaz escena de la entrevista que había tenido lugar tan sólo hacía unos instantes. No acertaba comprender, cómo en tan sólo unos minutos, se pudiera determinar el futuro de una persona.
Ya se veía como aquel otro empleado... ¿Cómo se llamaba., Félix, Paco? ... qué más daba, con el rostro macilento, blanque-cino, viejo, seguramente llevaría un montón de años, sin ver la luz del sol, en aquel sótano, lavando coches, con las manos agrietadas y aguantando lo que no hay en los escritos...Pero una cosa estaba bien clara, o lo tomaba o lo dejaba, aunque bien mi-rado el Sr. Campos, no le había dado ninguna oportunidad para pensárselo, ni para decir no, simplemente lo daba por hecho, como al parecer siempre eran las cosas para él.
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Llegó a casa, contó a su tía lo de la entrevista y ella le recrimi-naba que no estuviera contento, tan sólo por la seguridad de un trabajo fijo, de noche, pero que también tenía la ventaja de tener todo el día para hacer a su antojo y que tal y como estaban las co-sas de los empleos, bien podía dar gracias a Dios por haber encon-trado aquello. Agustín trataba de reponerse de aquella manipula-ción de su persona, estaba en el fondo agradecido a Dios y a ese D. José Ramón, de que por fin alguien se hubiera ocupado de él, pero también dolido por lo que a todas luces era una sumi-sión sin precedentes de sus principios, de su personalidad y ca-breado consigo mismo por no haber tenido coraje para mandar a hacer puñetas todo aquel asunto y a aquel individuo que parecía tener dominio sobre todas las cosas...
Después de comer se fue al cine, refugio de todos sus males, donde se encontraba menos discriminado que por ejemplo en el metro, siempre que no le tocara una parejita al lado, porque entonces además de sentirse discriminado sentía tal sufrimiento que le traía a su pensamiento a su novia Inés, a quien hacía varios meses que no veía y tampoco le había escrito, total para lo que tenía que contarle, más valía estar calladito ...Ahora en el cine se consideraba como uno más entre aquellos chicos a quienes él siempre se proponía como ejemplo, ya tenía prácticamente un trabajo honrado como todo el mundo, ¿Es que había algún trabajo que no lo fuera ? ... pensaba calculando la comparación de un lavacoches con otro cualquiera y queriendo quitar hierro al asunto que no dejaba de darle vueltas en la cabeza.
Ello le permitiría poder ver la vida desde otro ángulo bien dis-tinto, comprarse cosas, realizar alguno de sus sueños, aunque todavía estaba en el aire, quedaba pendiente comprobar in situ, en qué consistía el trabajo y si podría desempeñarlo a gusto de su Jefe. Amaneció el sábado y Agustín no tenía prisa alguna en levantarse, tal vez fuera el último día en que podía quedarse en la cama sin la obligación de tener que ir a un trabajo. El lunes sería
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vida nueva, si todo iba bien y si el Sr. Campos le llamaba porque todo estaba como en el aire.
Terminaba de desayunar y se disponía a dar una vuelta, como siempre, por el rastro madrileño y también para que la casa no le agobiara y su tía pudiera realizar los oficios con libertad. Bastante daba la lata como para además estar todo el día en casa, dándole vueltas siempre al mismo tema, el trabajo.
Sonó el timbre de la puerta, como tantas veces al día, él ni se inmutó. De pronto la voz que oyó le resultaba familiar. Al-guien preguntaba: ¿Es aquí donde vive Agustín?, a lo que res-pondió su tía diciendo: Si señor, ¿De parte de quién? y él dijo: Soy el Sr. Campos, que he venido por si estaba aquí, para que venga conmigo al garaje, pues Paco se ha puesto enfermo y el garaje está sólo, bueno está mi cuñado pero sólo. Agustín dio un respingo y salió al pasillo, entonces dijo a su tía que siguiera con sus cosas que ya se encargaba él de la situación, y se fue con el Sr. Campos.
En el portal de la casa se encontraba un vehículo todo-terreno en marcha y dentro del mismo una rubia, preciosa y muy bien ves-tida, que llamó la atención de Agustín. Campos le dijo que en-trara en la parte de atrás y sin más explicaciones arrancó el vehículo, sin preguntarle nada y siquiera presentarle a la señori-ta, ni falta que hacía, pensó Agustín , pues todo hacía suponer se trataba de su novia , un ligue o vaya Ud. a saber.
Por el camino, le fue explicando a grandes rasgos, pues la cir-culación no permitía entrar en mucho detalle, el motivo por el cual se había visto en la necesidad de venir a buscarle. Ya le había ex-plicado lo de la enfermedad de Paco, por lo que se había encon-trado entre la espada y la pared y obligado a adelantar la fecha de su incorporación al garaje, algo que dejó perplejo a Agustín que comprobaba estupefacto, con qué facilidad resolvía los asuntos el Sr. Campos, su Jefe a partir de este momento. La señorita aprove-
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chó la parada en un semáforo para sacar un estuche de su bolso y retocarse los labios, mientras Agustín pudo percatarse, que a través del espejito era observado por ella con disimulo, pero no quiso darse por enterado. Atravesaron todo Madrid, la distancia era grande, Agustín nunca había hecho un viaje por el casco de la ciudad a cielo descubierto, siempre viajaba en metro y rara vez cogía el autobús, pues el metro facilitaba más los enlaces para ir a cualquier sitio y salía más a cuenta. Serían las 12 de la mañana, Agustín pensó que lo más seguro sería que tuviera que em-palmar con la noche su trabajo. En el garaje, el Sr. Campos acompañado de Serrano, colocaron unos cuantos de coches que habían ido llegando y el caos era absoluto.
Agustín en poco o nada podía colaborar, pues no sabía condu-cir. Una vez resuelto el problema, el Sr. Campos le dijo que no se preocupara por no saber poner en marcha los coches, que todo se aprendía con el tiempo y para darle ánimos le enseñó cómo poniendo punto muerto y empujando, haciendo maniobras con el volante, también se podía mover el coche y situarlo adecuada-mente. Al parecer lo importante era que hubiera alguien en el ga-raje cuando llegara algún cliente a traer o llevarse su coche. Había un tablero en un cuarto donde estaban todas las llaves y las matri-culas de cada coche.
La misión de Agustín consistía, le decía Campos, en darles o recogerles las llaves a los clientes y ellos ya sabían dónde debe-rían colocarlos. Así de fácil. Nada le dijeron sobre la comida, o la cena, si debía de quedarse allí aquella noche, etc.... Sola-mente el Sr. Serrano que era quien al parecer se encargaba de los asuntos del garaje, le trajo un mono de trabajo, eso sí precio-so, con listas de colorines por las mangas, bolsillos con cremalle-ras y algo, que sin saber por qué, le hizo gran ilusión a Agustín, tenía un anagrama bordado en rojo con el nombre del garaje. Se lo puso de inmediato Agustín aunque él sabía que el hábito no hace al monje, por lo menos pensó Agustín, ya perecía un
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empleado reconocible carente de experiencia aún, pero todo se andaría. Una vez que le enseñaron el manejo de las luces del gara-je, se marcharon y se quedó sumido en un mar de dudas, sin saber si daría juego en sus funciones o no.
El tiempo y su interés por conseguirlo harían el resto. Ya sólo, analizó su situación, investigó por los rincones, fue al baño, recorrió las dependencias del garaje, en una palabra tomó pose-sión. En el cuarto donde se suponía debería pasar la mayor parte del tiempo, había la ropa de trabajo de Paco, las botas de goma para el lavado de los coches, una estantería con botes de pasta para limpiar las ruedas, gamuzas, bayetas, plumeros y algunos repuestos para coches: Lámparas, correas, aceites, filtros, etc.
Apenas se dio cuenta, hasta que la barriga no le avisó, que no había comido, eran las seis de la tarde y como se aburría salió hasta el dintel del garaje. Allí contempló la novedad que para él suponía la calle, las gentes que pasaban indiferentes, los coches en un constante ir y venir.
Estando embebido en esta contemplación, el portero de la finca adyacente nada más verle, se le presentó diciendo: Ho-la, ¿Tu eres el nuevo, no? ... Agustín respondió: sí, el portero continuó diciendo: Yo soy Paco, portero de D. José, para cuánto se te ofrezca. Agustín agradecido correspondió igualmente ofre-ciéndose por si, necesitaba algo de él. Entablaron conversación, el portero se encontraba en su medio natural y hablaba y hablaba sin parar. Le puso en antecedentes de su criterio sobre D. José, casi un dios para él, así como acerca de su futuro cuñado y de su novia, que no eran santos de su devoción. Le advirtió tuviera cuidado con Paco, que era un poco pelota y además tenía muy mala leche.
Gracias a que llegó un cliente, Agustín tuvo que bajar rápi-damente, dar la luz de la nave y entregar las llaves de un fla-mante Volkswagen que correspondía al cliente, con lo cual pen-só se había librado del acoso del portero. Lejos de ello, tan
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pronto como hubo abandonado el garaje el cliente, Paco abordó nuevamente a Agustín y tomando la iniciativa, al parecer no tenía otra cosa que hacer, le explicó que el cliente que acaba-ba de salir, se trataba de D. Julián, un solterón de oro, dueño y director de unos laboratorios farmacéuticos de renombre a quien él conocía sobradamente por las espléndidas propinas que con carácter casi permanente le soltaba, pues también era casualidad que viviera en su casa como D. José, que a la hora de las propinas tampoco era manco. En estas andaban cuándo apareció el Sr. Campos, con su todoterreno y entrando en el garaje, con la velocidad de un rayo, era lo habitual en él, dejaba boquiabier-tos a quienes le conocían y daban fe del absoluto dominio y pa-sión que sentía por los coches.
Pensó Agustín que tal vez al Jefe no le hubiera gustado verle de cháchara con el portero, pero no le dio ninguna importancia, enseguida bajo Agustín nada más verle y se puso a su disposición. El Sr. Campos le dijo que había venido para que se fuera a comer algo, porque Paco seguía enfermo y tendría que quedarse también por la noche, algo que ya se temía Agustín. Le dijo que al día siguiente domingo, se quedaría él en tanto se pusiera bien Paco. Le indicó había un bar próximo al garaje donde ponían raciones y bocadillos y en cosa de media hora Agustín estaba de vuelta. El Sr. Campos había puesto un coche en el lavadero y le enseñó, prácti-camente como había que hacer para lavarlo de forma adecuada, aunque le sobraría tiempo para aprender, la forma de hacerlo. Le dijo se pusiera las botas de goma, apenas sabía andar con ellas, sacaron las alfombras, las limpiaron y lavaron, luego los cenice-ros, después bien cepillado los asientos y la tapicería, lavado por fuera y bien secos los cristales, crema para las ruedas y las llantas agua y champú para la carrocería, una vez bien secado con la gamuza de piel, todo el coche debería brillar como nuevo. Y así había que hacer al menos con doce coches, lo cual aseguraba que no tendría tiempo para aburrirse en toda la noche. A eso de las diez de la noche, se fue el Sr. Campos y le dejó el teléfono de su
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casa apuntado en un cuaderno que había en el cuarto, a mano por si tenía algún problema, pues vivía muy cerca del garaje.
Además había una mesa y un destartalado sillón que otrora fuera de lujo, con los muelles del asiento saliendo por debajo. Le advirtió que a eso de las doce cerrara las puertas y si algún cliente venía ya sabía que debería llamar al timbre para entrar, era lo establecido. Agustín se quedó de nuevo sólo, ni siquiera se ha-bía percatado que había un teléfono público en una columna, que funcionaba con fichas y en un bote encima de la mesa había fichas, con un letrero que decía: "Fichas de teléfono a 2,50 Ptas.", negocio montado con toda seguridad por Paco, porque en la calle valían 2 Ptas. solamente. Trató de llevar un coche al lavadero, pero aquello no había quien lo moviera de su sitio, fue a otro y este sí funcionaba, comenzó a poner en práctica las recomen-daciones que le había dado el Sr. Campos, pero no recordaba muy bien, si primero eran las alfombras o primero había que lavar-lo por fuera .
Estando en estas divagaciones, sonó el timbre de la puerta, como un pato con las botas de goma, fue a abrir, no era un clien-te, sino el sereno del barrio, un chico joven de unos 25 años, que según le contaba, pasaba allí la mayor parte de las noches hacien-do compañía a Paco y de vez en cuando salía para hacer la ronda. Por el deje de su acento, debería ser gallego o asturiano, no le causó mala impresión a Agustín más bien al contrario, se daba cuenta de lo importante que era para él, no estar sólo, poder contar con la presencia y experiencia de aquel chico, aunque solamente fuera por la veteranía y el tiempo pasado con Paco, seguro que sabía más que él de todo lo relacionado con los asuntos del garaje.
Agustín volvió a cerrar la puerta, continuó con el coche del la-vadero poniendo en práctica los consejos que le daba "Toñito" como le dijo el sereno que se llamaba. Luego el sereno le confe-só, que tenía por costumbre echarse un sueñecito dentro de uno de aquellos fabulosos coches que encerraban allí, siempre
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distinto para que no se notara, Paco nunca le había puesto ningu-na pega a cambio le daba compañía y seguridad, caso de que al-guien quisiera entrar con malas intenciones pues nunca se sabe, decía, porque en la noche hay gente para todo.
A eso de las cinco de la mañana, Agustín que no estaba acos-tumbrado a trasnochar, se caía de sueño, la boca reseca, cansado y además solamente había lavado cuatro coches, aunque a estas altu-ras ya sabía por qué el primero no andaba a empujones era que tenía el freno de mano echado. Toñito era un lince, le explicó cuánto había que saber para tratar los coches con cuidado, los trucos de como lavarlos rápidamente sin pararse en miramientos y tener tiempo para dormir.
De madrugada a punto de rayar el día, se despidió el sereno, ésta escena se repetiría muchas otras noches en adelante con po-cas variantes y Agustín se volvió a quedar sólo, pensativo, cons-ciente de cuál era su porvenir.
Serían las diez de la mañana, cuando llegó el Sr. Campos, ya era domingo y Agustín ni se había percatado de ello. Venía a ha-cer el relevo porque debería volver por la noche, aunque en el futuro los domingos, tal y como habían acordado, debería estar de día y de noche, para que librara Paco, pero por ser el primer día no quería el Sr. Campos se le hiciera muy pasado.
Salió del garaje, con sueño, mal peinado, con hambre cons-ciente de que en adelante éste sería el plan de su vida. Entró en una iglesia a oír misa agradecido a Dios por su nuevo em-pleo, a punto estuvo de quedarse roque durante la homilía, que el cura decía como un autómata.
Cuando llegó a casa, no podía disimular su contrariedad, su tía no le dio importancia, pues conociéndole le decía que eso de tra-bajar de noche con el tiempo se superaba y el cuerpo terminaba acostumbrándose a todo. Tomó un poco de café y se fue a dormir,
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porque a las nueve de la tarde tenía que volver a incorporarse al trabajo.
A grandes rasgos, Agustín se fue haciendo a la vida y cos-tumbres que el garaje imponía, con la colaboración de Paco ya incorporado, y Toñito, que le enseñaron todas las triquiñuelas del oficio y no dar demasiada importancia aquello que le parecía una montaña. En todo caso tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo y algo peor, haciéndose un vago.
Esa era la sensación que tenía al disponer prácticamente de to-do el día libre. Se había acostumbrado a ir al cine a la salida del garaje, a las llamadas sesiones matinales, donde abundaba la gen-te del hampa y eso no le hacía ninguna gracia, después iba a co-mer y se acostaba hasta mediada la tarde. Fue habituándose a éste ritmo de vida y también aprendió a dormir en un buen coche la mayor parte de la noche.
Como disponía de todo el tiempo libre del mundo, había es-crito mil veces a su novia a la que tenía al corriente de su perra vida, también de sus proyectos y sueños inalcanzables por el momento. Sucedieron muchas cosas durante el tiempo que trabajó en el garaje, situaciones accidentadas, broncas y cosas más agradables, como por ejemplo haberse sacado el carné de conducir por cuenta del garaje en una autoescuela cuyo director guardaba allí su coche y se tomó un interés muy especial, en enseñarle bien por la cuenta que le traía.
Las propinas eran efectivamente buenas y frecuentes, lo que hacía un complemento indispensable, ya que el sueldo preci-samente no era muy grande. Agustín se acostumbró a esta forma de trabajo y aprendió a sobrellevarlo, pero no veía fuera oficio para el futuro, ni para pensar en casarse ni, como medio de vida en definitiva.
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No obstante como no había otra alternativa, se decía para sí, que a falta de pan buenas son tortas, había que aguantar has-ta que vinieran tiempos mejores. Tenía confianza con algunos clientes, a quienes supo caerles bien y granjearse sus simpatías.
Un día uno de los clientes le insinuó le podía presentar a un amigo que se dedicaba a la alta costura y pases de modelos, tal vez, le dijo tu podrías aprender a pasar modelos, tienes buen tipo, buena presencia y creo que te vendrían bien un dinero extra. Pero a Agustín aquello le parecieron mariconadas del clien-te, que era un poquito amanerado y apenas hizo caso.
El tiempo transcurrió y la verdad es que todo marchaba sobre ruedas, el trabajo ya no le resultaba tan duro y monótono como al principio, además de tener mucho tiempo libre.
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CAPÍTULO X
El Jefe de Agustín que no paraba de poner iniciativas en prácti-ca, o se las proponían llevarlas a efecto. Una mañana le llamó a la oficina del garaje para comentarle si le interesaría trabajar de día en lugar de por la noche.
Agustín sin dudarlo un instante le contestó afirmativamente, más que nada porque no encontraba la manera de trabajar como la mayor parte de la gente y además porque cruzó por su mente que cogería el puesto de Paco y traerían a otro nuevo para por la no-che. Sin embargo los tiros no iban por ese camino.
El Sr. Campos, le comentó que tenía pensado montar un alma-cén de recambios para coches, con un socio que era quien le había propuesto la idea, un socio un tanto raro al aparecer así de la noche a la mañana, que por esa razón tenía que pensarlo muy despacio, pero quería saber si podía contar con su colaboración. Agustín en su honestidad, le confesó a su Jefe, que él no tenía ni el más remoto conocimiento de los asuntos relaciona-dos con recambios, pero que si confiaba en él su disposición era absoluta.
Pasaban los días sin que la propuesta tuviera efecto, sin embar-go Agustín observaba que en una calle adyacente al garaje se es-taba habilitando un magnífico local propiedad del Sr. Campos, con dos grandes escaparates, un mostrador y todo tipo de decoración en consonancia con lo que pretendía ser una distribuidora de re-cambios para vehículos de importación, como rezaba en un letrero
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luminoso que ocupaba toda la fachada del local. D. José Ramón le contó confidencialmente a Agustín, que no quería adelantar acon-tecimientos, en tanto no fuera una palpable realidad, sin embargo le facilitaría catálogos y documentación para que se fuera orien-tando, en referencias, modelos, año de fabricación y despiece en general de vehículos preferentemente de marca alemana.
Al principio Agustín pensó que aquello era tan difícil como aprenderse de memoria la guía de teléfonos, pero poco a poco fu asimilando ideas, organizando su mente para ir descubriendo que sabiendo manejar los catálogos, no era necesario saberse de memoria las referencias y modelos cómo a él podía parecer-le. Todas las piezas tenían un código o referencia en catálogo y además en el mismo explicaciones tales como: la posición, función que desempeñaba la pieza de que se tratara, modelo exacto de vehículo, año de fabricación, el precio, etc.
No habían transcurrido tres meses cuándo llegó el día de la inauguración de la tienda. Una tarde de sábado, se dio cita a los futuros clientes del gremio, se sirvió un vino español con abun-dantes canapés y oficialmente se puso en marcha la tienda. La tienda era un hermoso local, con secciones bien diferenciadas, en un lado frenos, en otra iluminación, en otro más al fondo motor, lubricantes, filtros etc.
En el sótano una galería llena de estanterías con innumerables cajas aún sin abrir, para reponer las existencias, además de des-pachos, oficinas montadas con todo lo necesario, máquinas de escribir, calculadoras, teléfonos, etc.
Agustín formaba parte de la plantilla que en un principio era poca, él para el mostrador y tomar los encargos del teléfono, dos señoritas que harían una de secretaria del Sr. Campos, la otra llevaría la contabilidad y atendería el despacho del que sería Gerente el socio que había parido la idea, pero sólo eso. El di-nero corría por cuenta del Sr. Campos que confesó a Agustín es-
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peraba estuviera con los ojos bien abiertos, pues no se fiaba mu-cho de su socio el Sr. Perales, quien dominaba a la perfección la situación, no en vano procedía de un almacén similar dónde había estado de encargado general durante quince años y de donde se sabía, había tenido que salir, más bien por la fuerza que por propia voluntad.
La marcha de la tienda era creciente, los pedidos iban en au-mento, hubo que contratar representantes, repartidores, conta-bles para la oficina y Agustín ponía el máximo empeño en ha-cerse con los mandos de la nada fácil tarea de llegar a ser encar-gado de la tienda. El Sr. Perales, le iniciaba con la idea de que en la medida que se fuera él liberando de las funciones del mos-trador, tendría más oportunidades de ocupar el puesto de Gerente, que era lo que perseguía a toda costa.
La empresa se fue haciendo grande, cada día venían más contenedores de Alemania, Francia, Italia, Suecia y naciones del entorno europeo. Agustín era el encargado de recepcionar el mate-rial, situarlo en las estanterías y dar salida a los diferentes artícu-los para los clientes, que cada día eran más numerosos. La empre-sa se consolidaba, gracias a las inyecciones de dinero que el Sr. Campos constantemente aportaba.
Agustín estaba loco de contento, por fin había dado con un tra-bajo, digno, remunerado, con categoría. De ello daba buena fe el hecho de que había renovado su ropero, calzado, etc...
Incluso tenía previsto ir al pueblo a ver a su novia, familia y amigos, puesto que ya se consideraba uno más de los muchos que trabajaban en la Capital y cuándo les apetecía iban al pueblo. Tan-ta confianza llegó a depositar en Agustín sus Jefes que le encar-garon, como máximo responsable, abrir y cerrar la tienda a las horas que correspondiera.
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Ellos viajaban constantemente de acá para allá, nombrando dis-tribuidores, visitando clientes, haciendo gestiones de alta direc-ción. Agustín dominaba en lo relativo a la tienda la situación, hasta el extremo de utilizar uno de los vehículos de reparto, a la hora de irse a comer a casa y muchas noches, porque se queda-ba organizando la tienda hasta bastante tarde.
A quien él consideraba realmente su Jefe, por quien había en-trado en la tienda, era al Sr. Campos. El Sr. Perales, le ofrecía mínima confianza, o respeto alguno, era una persona vulgar y como tal le consideraba un "vivo" que había encontrado un mirlo blanco, pero había que echarle muchos redaños para igual que el Sr. Serrano del garaje, aprovecharse en el más amplio sentido de la palabra, de la candidez manifiesta del Sr. Campos.
Un incidente personal del Sr. Campos, vino a cambiar lo que seguramente era ya un hecho, es decir su inminente boda con la señorita Marga.
Un amigo de Moncho, de los que siempre andaba medran-do junto con otro puñado de parásitos, vino un día al despacho y le comunicó que su novia Marga se estaba divirtiendo de lo lin-do en una playa, con un amigo común de ambos y se sabía era un Play-Boy. Aseveración tan atrevida e importante, podía dar al tras-te con la relación de Moncho y Marga, por eso le pidió a éste se mirara muy bien y midiera sus palabras, pues era bien sabido por todos los amigos de su inminente boda, con lo cual estaba quedando en evidencia.
Tan seguro estaba de lo que estaba diciendo, que no podía por menos, le decía su amigo, que a pesar que era consciente le causaría un gran dolor, se había sentido en la obligación moral de ponerle en antecedentes, de algo que no era de oídas sino que él mismo había presenciado.
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El sábado, a la hora de cierre a las dos de la tarde, Moncho lla-mó a Agustín y le preguntó si tenía algún compromiso para el fin de semana. Agustín un tanto perplejo por la pregunta respondió, que lo habitual era ir al cine, dormir más de lo ordinario y poco más. Campos le invitó a ir con él a la playa, donde todos los fines de semana iban a pasarlo con su novia. Siempre iba los do-mingos y se volvía los martes, pero en esta ocasión adelantaba el viaje, porque quería comprobar in situ, cuanto le había comentado su amigo.
Salieron a las tres de la tarde, comieron un bocadillo por el ca-mino que era lo que menos le importaba a Agustín, pues obser-vaba cara de pocos amigos en su Jefe, que apenas hablaba e iba a una velocidad que daba vértigo. Llegaron al lugar de destino, fue-ron directamente a un apartamento, dónde a juzgar por el recibi-miento, D. Ramón era bien conocido. Dejaron sus pertenencias y se pusieron en traje de baño. Aparecieron en la playa, que tan cer-ca se encontraba de la torre de apartamentos, que cuándo subían las mareas, las olas, lamían el zócalo de ella. Campos conocía el lugar donde más o menos acostumbraba Marga a permanecer tomando el sol.
Allí se dirigieron entre una inmensa muchedumbre de bañistas y chicas que a Agustín los ojos le hacían chiribitas. De inmediato Campos cambió de color, se tensó su rostro, lívido de indignación pudo contemplar en efecto, como Gonzalo, uno de sus íntimos, yacía en una toalla semiabrazado a Marga quien a su vez le hacía carantoñas ondulándole el pelo... ¡Qué lejos estaba la parejita de saber que eran observados...! Moncho se acercó, se quitó las gafas de sol y cuándo estuvo a la altura de ellos, dijo con voz imperativa: ¡Marga! ¿Puedes venir un momento?... La pareja se levantó como impulsadas por un resorte. Y sin mediar pa-labra Moncho arreó un bofetón a Marga, que fue a dar con su pre-cioso cuerpo en la arena. Gonzalo se abalanzó hacia Campos pero
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Agustín se interpuso entre ambos frenando el ímpetu de Gonzalo y Moncho que pretendían liarse sin más explicaciones.
Moncho con lágrimas en los ojos, dolido en lo más pro-fundo de su ser, avergonzado por la evidencia de los hechos y Agustín sin pronunciar palabra, volvieron sobre sus pasos al apartamento.
Un profundo silencio presidió por unos momentos aquella tensa situación. Para nada cambió la serenidad y sangre fría de que hacía gala constantemente Campos, aun en situaciones límite co-mo la presenciada por Agustín tan sólo unos momento antes en la playa.
Pasado un rato de los incidentes mencionados, deseoso olvidar aquel mal trago, Campos invitó a Agustín a ir a cenar, diciendo sarcásticamente: Vamos a Ahogar las penas en vino. Fue-ron a un lujoso restaurante, también allí le conocían por nombre propio y fueron objeto de un excelente trato. Pensaba Agustín, que solamente faltaba para completar el día, que aparecieran la parejita de marras y menuda se amaría otra vez.
Como si sus sospechas se hubieran convertido en realidad, hi-cieron acto de presencia Marga y Gonzalo, que ahora vestidos aparentaban otra cosa, más elegantes y finos que viéndoles en la playa en traje de baño y tirados en la arena.
Cuándo Campos les vio aparecer, lejos de perturbarse ni de cambiar un solo músculo de su cara, parecía estar esperando el momento. Se levantó al verles, Agustín también, aunque con dis-tinto pensamiento interior ambos, Campos por cortesía, Agustín por si había que repartir tortazos.
Una vez enfrente unos de otros, aun no se había servido la ce-na, se ofreció Campos a cederles un sitio en la mesa, pero Marga con los ojos inundados en lágrimas, solamente pronunciaba con
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frases entrecortadas: Perdón, Moncho, perdón, no es lo que tú crees... Déjame que te explique…
A todo esto Campos no hacía el más mínimo caso. Gonzalo por su parte le decía: Estoy dispuesto a darte cuántas explica-ciones sean necesarias, para deshacer el entuerto, ya se, conti-nuaba diciendo que todas las evidencias que acompañan al asunto están en mi contra, pero te juro que no es lo que a primera vista pudiera parecer, y continuaba diciendo: Casualmente coincidimos aquí hoy, pues mañana tengo billete de avión para marchar a Francia dónde sabes que me espera mi familia como todos los años, con lo cual nada de lo que parece es cierto, sino ficción ... Producto de una maldita coincidencia.
Moncho ni siquiera contestó, llamó al camarero y sin haber empezado a cenar, se marcharon él y naturalmente Agustín, sin más explicaciones que una displicente y sardónica sonrisa. Con-tinuaron de marcha durante la noche, de club en discoteca y bien entrada la madrugada volvieron al apartamento a dormir unas horas antes del regreso a Madrid. En el suelo, junto a la entrada de la puerta del Apartamento había una nota de Marga, en sobre color rosa, Moncho la cogió y la rompió directamente sin leer su conte-nido.
A las doce del mediodía, Moncho dolido en lo más íntimo de su persona y Agustín con la espalda quemada por el sol de la playa a la que no estaba acostumbrado, volvieron a Madrid sin apenas intercambiar palabra y con la discreción que distinguía a Agustín, quien habiendo sido testigo presencial de los hechos no necesi-taba más explicaciones puesto que los acontecimientos hablaban por sí solo.
Todo marchaba indiferente después de aquella odisea para Campos en relación con Marga.
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Ella llamaba frecuentemente por teléfono y Agustín que era quien atendía las llamadas, pese a su buena voluntad, no pudo conseguir que Moncho comunicara con ella. Marga estaba defi-nitivamente borrada de la lista de Moncho para siempre. Ha-bía dado instrucciones a Paco el portero para que facilitara la entrada a su ex novia y pudiera llevarse sus pertenencias persona-les. En cuanto a su ex cuñado el Sr. Serrano, después de una lar-guísima conversación en la que le puso en antecedentes, le dio un plazo de tiempo suficiente para que abandonara la asesoría y las múltiples ocupaciones que le unían a él.
De nada valieron las explicaciones de Julio, que consideraba el hecho como una chiquillada sin mayor importancia y cuántos ar-gumentos se le ocurrían para quitar hierro al asunto, veía se le iba de las manos, por una tontería de su hermanita, que solamente sabía meter la pata constantemente y era un poco cabecita loca. Campos vendió su parte en la propiedad del garaje y nunca más quiso saber, a pesar de las frecuentes mediaciones de sus ami-gos, de la familia Serrano, que como solía decir con displicentes comentarios, para él aquella familia, había muerto.
Cansado de vagabundear por círculos en los que antes se pre-sentaba siempre acompañado de su novia Marga, convertido en un soltero de oro apetecible más por su posición económica que por su valía personal, Moncho fue pasando como una pelota de tenis de una a otra de las muchas amigas que no habían perdido la esperanza de cazarle, pero su reciente experiencia en el terreno amoroso le puso en guardia y se dejaba querer, pero a la hora del compromiso formal no había nada que hacer. Esta si-tuación creó en él un inusitado interés por el negocio, incluso bajo la influencia del Sr. Perales, acordaron montar una empresa para-lela de importación de vehículos deportivos de primeras marcas internacionales.
El primero que vino de Inglaterra, fue para Moncho. Era el bautismo en el negocio y quiso ser el primer cliente, esperando
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cundiera el ejemplo en su entorno, toda o casi toda gente de alto poder adquisitivo.
Aburrido de la monótona vida de juergas y amigotes, quiso dar un giro a su vida y con tal fin le propuso a Agustín la oportu-nidad de ir a su pueblo con él, a probar uno de aquellos fabulosos coches de importación. Agustín que ardía en deseos de ver a su novia, vio el cielo abierto ante tal proposición aceptó sin demora para que no hubiera lugar a arrepentimiento por parte del Jefe.
El primer sábado por la tarde que fue posible, las dos, más o menos, bocata de tortilla preparado por Dña. Antoñita, carrete-ra de La Coruña, vehículo deportivo potente de dos plazas, Moncho y Agustín, cada uno con un interés bien diferente, se pre-sentan en el pueblo, entre el pulular del gentío en la carretera, pues nada menos que estaban en fiestas y los paseos a eso de las nueve de la tarde, estaban en pleno apogeo de su concurrencia. Quiso el destino o el azar, que nada más entrar en las inmediaciones de la población, apareciera Inés, novia de Agustín. Abrazos, caras de sorpresa y emoción, rubor y las consiguientes presentaciones: Aquí mi novia, aquí mi Jefe, etc., Inés llena de orgullo y también de sorpresa, no quiso separarse de Agustín y Moncho, la aco-modaron en medio del biplaza, para nada práctico, y dieron un recorrido por el pueblo. Fueron a casa de Agustín, Josefina su ma-dre daba gracias, a Dios y al hijo de Dña. Antoñita, por lo bien que al parecer estaban tratando a su hijo, buena prueba de que eso era así, era el hecho de que hubiera querido traerle a su pueblo. En el fondo Agustín estaba avergonzado de las excesivas muestras de agradecimiento que daba su madre, pues él era consciente, de los motivos inconfesables que habían propiciado aquel viaje, pero todo lo daba por bien empleado viendo el rostro radiante de alegría de su novia y la cara de satisfacción de su madre, que ahora ya estaba más tranquila viendo que su hijo había sabido estar a la altura que ella siempre había esperado y sabiendo tenía a su lado un buen protector.
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Anochecido salieron al son de charangas y estallidos de cohe-tes, animados por el bullicio de las comparsas de gigantes y cabe-zudos y un baile que la Comisión de Festejos del Ayuntamiento celebraba en la plaza del pueblo. El lugar no podía ser mejor, la noche agradable, las fiestas en todo su esplendor, la situación invi-taba a prestarse y dejarse llevar por el ambiente y Moncho no es-taba dispuesto a dejar pasar la ocasión. Como en la plaza había mucho bullicio y alboroto, aparte de que a Inés le daban verdade-ro pánico las tracas y fuegos artificiales, sobre todo una amorcilla-da ristra de tracas que adornaban las paredes de los soportales de la plaza, decidieron ir a una de las pistas de baile al aire libre, en una terraza sentados donde pasarían el resto de la velada. En el fresco ambiente de la terraza, con la pista de baile a sus pies, fue-ron intercalando los tres, bebidas con bailes, mientras eran punto de mira de afiladas miradas, que insistentemente se preguntaban ¿Quién sería aquel joven rubio, que acompañaba a Agustín? ... Al día siguiente domingo por la mañana, espléndido sol, toque de diana, música de charangas en las calles, cohetes, cabezudos y olor a churros que impregnaba la calle de Agustín y su casa, improvisado Hostal esa noche para su Jefe, pues los alojamientos andaban muy solicitados por ser fiestas. Sonaban las campanas de la Iglesia próxima, casi pegando con la casa, Josefina pre-paraba con primor el desayuno digno de un magnate. Era tanto el agradecimiento a la familia Campos, que no escatimaba nada para agasajar a quien tenía como huésped.
Agustín al despertar, temía que todo fuera un sueño, pero la voz de su Jefe que ya andaba hablando con su madre, le sacó de dudas, era una alegre realidad. Desayunaron, cogieron el deporti-vo, estuvieron en mil sitios siempre acompañados de su insepara-ble Inés. Campos estaba realmente entusiasmado, visitaron los chozos que ponen por las fiestas en el castañar, tomaron ponche y peces, sacaron las entradas para los festejos taurinos de por la tar-de. Agustín presentó sus amigos a su Jefe y éste encajó de
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inmediato en la panda, al menos eso deducía Agustín a juzgar con la familiaridad con que trataba con ellos.
Por la tarde, ya en la plaza de toros, pequeña pero coque-ta, adornada de fiesta lo que menos había que ver era el espec-táculo taurino como tal, pues ni el cartel ni el ganado servía. En cambio Moncho no perdía el tiempo, estuvo todo el tiempo cruzando miradas con una niña, de ojos achinados, rubia y tostada por el sol de la piscina, con una pamela amarilla, que contrastaba con el resto de su atuendo. Ella, lista como una ardilla, no apartaba la mirada de él. Se puso unas grandes gafas de sol que llevaba a manera de turbante recoge pelos, para de esta forma, aunque la distancia no era mucha, mirar sin ser vista, analizar y escudriñar las facciones para nada desagradables de aquel para ella príncipe azul, que para su fortuna se fijaba en ella de manera casi perma-nente. Ella andaba ya entrada en años y como se decía en el pue-blo, no se había comido una rosca. Campos, lejos de atender las farragosas faenas de la lidia, andaba con el tejemaneje de entablar un sordo dialogo con la muchacha. Intercambiaban gestos que solamente la química del enamoramiento entiende. Permanecían atraídos por un magnetismo especial, que iba a mayores.
Al terminar el festejo, del que Moncho ni se había enterado, preguntó con mucho interés a Agustín acerca de aquella chica de tejanos y sombrero amarillo, a lo que éste informó con todo detalle, pensando que había sobrados motivos para que saltara la chispa entre ambos. Le explicó que era una niña bien, hija de una numerosa familia en la que ella era la única hembra, todos los hermanos cuatro o cinco la mimaban y cuidaban como a la niña de sus ojos. Su padre tenía una fábrica de muebles de prestigio y la posición de la familia en el ámbito del pueblo era realmente dis-tinguida. Agustín, recordaba cuando niño, haber tenido trato con ella en el Colegio de Monjas, en los ensayos de las comedias que representaban en el centro de Acción Católica, lo que le daba cier-ta licencia para al menos poder presentársela. No hicieron falta
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más argumentos, para que Moncho le pidiera nada más salir al paseo se la presentara en la primera ocasión propicia. Fueron a buscar a Inés y le propusieron el plan de ir juntos las dos parejas, si ella aceptaba, y también contando con que se pusiera a tiro aquella chica que Moncho pretendía conquistar. Inés la conocía muy por encima, pero no tuvo reparos en aceptar la invitación si Chelo aceptaba, consuelo es lo que yo necesito, decía iróni-camente Campos.
En el paseo de la carretera, todo era bullicio y jolgorio, las tómbolas y carruseles para niños, el tío Vivo, los tenderetes ilumi-nados con carburos, las colgaduras de guirnaldas y farolillos de papel daban un colorido y alegría al paseo fascinante. De fondo, se percibía el son de las orquestas de las pistas descubiertas en las discotecas. Con tres amigas apareció Chelo, ensartadas del brazo como de costumbre. Moncho la vio primero y le dijo a Agustín: Ahí viene, venga, preséntamela.
Se lo decía en un tono casi tan autoritario como a el que estaba acostumbrado, aunque con cierto aire de ruego, no como una or-den seca y tajante. Inés en un aparte, llamó a la chica por su nom-bre, tenía confianza con ella, como con el resto de la panda, pero no de amistad sino de verse con la frecuencia que ocurre en una localidad pequeña. Chelo a quien no cogió de sorpresa la cuestión, pues las mujeres intuyen ¿Cuándo y por qué ? ocurren estas cosas, se separó de sus amigas quienes entendiendo las cir-cunstancias del momento continuaron su paseo quedándose Chelo con Inés.
En tanto Agustín procedía a las presentaciones pertinentes, que por otra parte estaban casi de más. Tomaron mesa en una terraza con baile. Se estableció rápidamente un aire de camaradería que fue subiendo de tono medida que se sucedían las piezas de baile. Chelo hacía desigual pareja con Moncho, era más bien bajita pero bien proporcionada, sus altos tacones disimulaban de alguna ma-nera esa diferencia pero al parecer no era obstáculo por parte de
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Campos, que cada vez se le notaba más acaramelado y sin prisa de que pasara aquella primera noche.
Al día siguiente, la amistad era un hecho, habían quedado la pa-reja en verse y estar juntos toda la mañana en la piscina y así lo hicieron. Moncho no había quedado para ir a comer con Agustín y su familia. Algunos amigos de Agustín aseguraban haber visto el coche camino de un Restaurante en las afueras del pueblo. ¡Co-sas del destino!... Resulta que aquel Restaurante., otrora Hostal, reformado y puesto al día, era el mismo en el que el Capitán Campos, se había alojado el primer día que vino a conocer perso-nalmente a Antoñita, como también parecían cosas del destino que ahora ambos hijos estuvieran recreando sin pretenderlo, una situa-ción parecida a la que años atrás protagonizaran sus padres .
Inés y Agustín contentos por haberse librado de continuar haciendo de carabina, en su ambiente con sus amigos, se lo pasa-ban a lo grande. Fueron a los toros por la tarde con toda la panda y estando dentro de la plaza, se unieron a ellos Moncho y Chelo, que al parecer ya se trataban públicamente como una pareja en relaciones formales. Continuaron el resto de la tarde-noche juntos, montaron en el coche cuántos pudieron, iban por el pueblo can-tando entre las Peñas de las diferentes agrupaciones, eran recibi-dos e invitados en cualquier bar o mesón que entraban y se estableció una corriente de amistad a la que Moncho sucumbió hechizado por el magnetismo de Chelo y por la campechanía con la que le trataban los amigos de Agustín Pero a la mañana siguien-te había que partir .
Las obligaciones, sobre todo de Agustín, no podían esperar. Chelo no quería desprenderse de Moncho, temía fuera una fiebre de verano, y todo quedara en el olvido. También a Inés le ocurría otro tanto, pero tenía muy claro, que lo primero era el deber, si querían en un futuro próximo, poder llegar a casarse y estar siem-pre juntos, sin estas desgarradoras separaciones. En todo caso la despedida fue triste, larga y difícil.
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A eso de las cuatro de la mañana, rendidos, cabizbajos pero el ánimo encendido, emprendían regreso a Madrid quedando atrás unos días grandes, inolvidables, de juerga, así como un camino abierto para sucesivos encuentros que a Agustín le venían a pedir de boca. Y así fue, llegado el sábado siguiente, se repitió de nuevo el viaje, bocadillos incluidos y a partir de ese día, fue una conti-nuación sistemática de viajes, encuentros y planes de futuro para ambas parejas. Moncho ya se alojaba en un Hotel y algún que otro día se quedó dormido, excusa que ponía para prolongar su estan-cia en el pueblo con Chelo, era cuándo Agustín tenía que volver en tren, lo que significaba llegar tarde al trabajo, pero nunca se atrevía a decir nada a su Jefe, comprendiendo que éste no iba a alterar su vida para darle a él facilidades.
El negocio marchaba viento en popa, como para pensar en el futuro con optimismo y en este sentido Inés y Agustín hacían pla-nes a corto plazo. Pero de lo que no cabía ninguna duda era de la buena marcha de las relaciones de Chelo y Moncho, tanto es así que empezaban a hablar de boda y apenas llevaban un año de novios, además con visitas esporádicas de los fines de se-mana, eso sí daba lo mismo que lloviera o nevara. Lo de los viajes llegó a ser como un acontecimiento permanente no por ello menos esperado, cada poco con un modelo de coche diferente, lo que tenía muertas de envidia a las amigas de Chelo, que constataban que además de haber encontrado el hombre de su vida, era ade-más un ejemplar único en su género en cuánto a su realidad eco-nómica, de eso se encargaba la mamá de Chelo , lo divulgaba pre-sumiendo de que su hija había encontrado lo que merecía y ador-nándola de todas las virtudes habidas y por haber.
Decía que Dios, por fin, había hecho justicia con su hija y que nunca es tarde si la dicha es buena. El anuncio de la boda se hizo realidad pública, para Septiembre dijeron los novios, aún quedaba medio verano por delante, viajes, las fiestas, todo...Inés y Agustín en cambio recibieron la noticia con pesar, se acababa el chollo a
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que se habían acostumbrado, eso de ir y venir todas las semanas al pueblo, era algo que necesariamente no podía salir tan redondo. Y eso que Agustín colaboraba a su medida, conduciendo siempre al regreso de noche, mientras su Jefe dormía aunque le importaba en absoluto, pues gracias a esta circunstancia se soltó en la cuestión de conducir que de otra manera hasta se le hubiera olvidado al no tener la ocasión de practicar.
En casa de Chelo los preparativos de boda en marcha, los muebles que corrían, como no podía ser de otra forma, por cuenta de su padre iban a ser los mejores que nunca se hubieran visto. Se encargaron trajes para toda la familia y del vestido de la novia se encargó personalmente una amiga, que tenía boutique de ropa de señora, presumía tener contactos con las mejores fir-mas para este tipo de eventos y prometiendo a Chelo no de-fraudarla. Mientras esto ocurría, en cambio en casa de Moncho apenas hubo que preparar nada, solamente poner en orden la casa que hacía varios años estaba dispuesta para vivir en ella, un toque de actualidad y poco más. Dña. Antonia, vivía momen-tos de emoción y recuerdos viendo reproducirse en su hijo con inusitada exactitud sus propias vivencias y situaciones, trataba de convencer a su hijo de que estuviera bien seguro del paso que iba a dar, no fuera a ser que actuara por despecho e influido por lo que le había ocurrido con Marga y le estuviera pesando toda la vida. Moncho la tranquilizaba dándole razones suficientes de que había encontrado la mujer de su vida y se había formulado todo tipo de consideraciones antes de dar el paso definitivo que le llevaría al matrimonio.
También en casa de Chelo ante la decisión de la boda, tuvieron ciertos reparos para aceptar, pensaron era una decisión un tanto precipitada y trataban de disuadir a la “niña”, haciéndole ver que una relación tan corta y esporádica como la suya con Moncho, podía traerles amargas consecuencias y su padre precisaba senten-cias como: “Quien lejos se va a casar, o va engañado, o va a en-
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gañar ". Sin embargo Chelo estaba, totalmente convencida de que su amor no era pasajero, ni la pasión había puesto una venda en sus ojos. Presumía de conocer a Moncho, que era para ella como un libro abierto y no había más que hablar. Todos y todo se prepa-raba para tal acontecimiento. En la empresa de Moncho, corrió la voz de que el Jefe se casaba con una chica del pueblo de Agustín. Todos querían conocer pormenores, del asunto, hasta entonces guardado con sigilo. En el pueblo se esperaba el gran día con cu-riosidad y cierto morbo. Las chicas soñaban con bodas imposibles, ahora les era más fácil pensar que todo era posible, también ellas podían encontrar algún día por mor del destino un príncipe azul, como Chelo que a pesar lo que se le venía encima no daba sínto-mas de nerviosismo alguno.
Se sentía punto de referencia entre sus amigas, que andaban como locas, exaltadas, de aquí para allá, con los preparativos, con las invitaciones, con sus trajes y mil detalles...Lo único que no parecía ponerse de acuerdo con las circunstancias era el tiempo, amenazante y sombrío contrastaba con las ilusiones y prepara-tivos de los familiares y amigos. Y así fue como llego el día del gran acontecimiento, ya avanzado Septiembre. El pueblo se llenó de vehículos de todo tipo, el lujo de los mismos daba fe de que la boda que se celebraba era de campanillas, de alto copete de-cían en el pueblo. La ermita del Cristo estaba a rebosar de flores y engalanada con la solemnidad de los días grandes de fiestas. Un desfile de camareros, con el protocolo requerido pasaban por los invitados a la salida de la ceremonia, corta pero intensa. Las presentaciones de los familiares, que se conocían en aquel acto, estaban a la orden del día. El ir y venir de coches de la ermita al pueblo, solamente era comparable a los días de las fiestas pa-tronales. El banquete, sorprendente tanto por el servicio como por el menú encargado en Madrid, fue un éxito rotundo, al igual que la orquesta que estuvo amenizando el banquete. Des-pués continuó el baile hasta entrada la noche en la terraza del
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Hotel. Agustín e Inés habían olvidado todo protocolo, asistían a la boda, como preludio de la suya.
Eran momentos intensos y salvando las distancias, en lo refe-rente a lo económico, para nada envidiaban a la pareja de recién casados. Ellos también lo llevarían a término en el momento que tuvieran resuelto lo de la vivienda, para algo tenía Agustín echa-do el ojo en una urbanización, a un piso que parecía estar hecho a su medida. Se acabó la boda, acabó la juerga, se despidieron los comensales invitados, quedaron los más íntimos con los recién casados. Pasó la euforia, el lujo de los vestidos, la solemnidad de la ceremonia, los amigos y familiares volvieron a sus vidas. Moncho y Chelo, aquella misma noche, se marcharon a Madrid. Lágrimas por parte de ella ... ¿ De Júbilo?... ¿De pena por tener que separarse de los suyos? ... ¿ ? Quien sabe...Una vida nueva se abría para ella. Anochecido, Agustín tomó los mandos y el volante del coche que les llevaría hasta Madrid. Los novios se quedaron en un Hotel a pocos kilómetros de la capital y él conti-nuó viaje hasta entregar el coche en el garaje.
La única diferencia a partir de ese momento, importante para Agustín, era que ya no habría viajes al pueblo todos los fines de semana. Tal vez por Navidad o fechas muy señaladas, como todo el mundo, pero sólo eso...Empezó el lunes su trabajo, con el áni-mo bajo, sin gozar del privilegio que le otorgaba la presencia de su amigo Jefe. A partir de este momento Agustín trató de organizar su vida de una manera más austera en cuanto a gastos, con el úni-co objetivo de ahorrar, y acelerar la llegada de su unión con Inés. Moncho, después de su larguísimo viaje de bodas, apenas aparecía por el despacho, habiendo quedado la empresa en manos del Sr. Perales, que iba escalando y consiguiendo cotas de poder, a medi-da que Campos se iba separando del control del negocio. Y eso era lo peor que le podía ocurrir a Agustín que solamente luchaba por encontrar una estabilidad suficiente para organizar su vida y su futuro, siempre pensando en su Inés como objetivo último.
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NOTA DEL AUTOR
Hasta aquí el relato novelado, de una parte de la vi-da, que el autor le ha tocado vivir …
Hervás, 5 de Junio de 1995.
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ÍNDICE
CAPÍTULO I (Entorno de una Posguerra Civil) ........................ 3
CAPÍTULO II (Personajes para la Historia) ............................. 19
CAPÍTULO III (Aventuras y desventuras de la “Mili”) ............ 35
CAPÍTULO IV (Una historia de amor) ...................................... 51
CAPÍTULO V (La Consolidación de un sueño) ....................... 59
CAPÍTULO VI (La huida hacia adelante …) ............................. 75
CAPÍTULO VII (El dinero no lo puede todo) ............................. 83
CAPÍTULO VIII (La “Odisea” de Agustín) ................................ 91
CAPÍTULO IX (Un empleo precario) ..................................... 101
CAPÍTULO X (Una vida nueva) ............................................ 115
NOTA DEL AUTOR .............................................................. 133
ÍNDICE ...................................................................................... 135flosanbar1@gmail.com

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